A Estribor / Juan Carlos Cal y Mayor

Del incienso a la hoguera

La política, por definición, debería ser el arte de servir a la ciudadanía, de gestionar los asuntos colectivos con altura de miras y responsabilidad. Sin embargo, en demasiadas ocasiones, se convierte en un teatro en el que reina la hipocresía, un espacio en el que lo que importa no es la eficacia, la honestidad o el compromiso, sino la apariencia y el poder.

Basta con observar el cambiante trato que se les ofrece a nuestros políticos para darnos cuenta de esta realidad. Cuando ostentan el poder, reciben elogios constantes lo mismo de: periodistas que ensalzan sus logros y frivolidades, que ciudadanos que celebran sus resultados como si fueran proezas. Se les dedican portadas, aplausos y honores que, con frecuencia, están vinculados más a su posición de poder que a su solvencia real.

Pero ¿qué ocurre cuando pierden ese poder? Con la misma velocidad con la que se encendió el incienso, llegan la crítica despiadada, el desprecio y, a menudo, un distanciamiento que roza la traición. De pronto, el foco mediático deja de ser benévolo y pasa a resaltar los errores. Lo menos que hacen es callar. Los mismos ciudadanos que antes buscaban su favor, ahora critican sus políticas y se alejan con rapidez. Y los ciudadanos, desencantados, se unen al coro que exige responsabilidades con una vehemencia que muchas veces queda en la pura quema simbólica. Es la plaza pública, el cadalso de la guillotina en las redes sociales. Son arrojos de valentía como lo de aquel que insulta desde el graderío al oponente, incluso al árbitro del partido.

La clave está en el doble rasero que empleamos como sociedad. No es que no existan motivos legítimos para el escrutinio y la crítica; al contrario, los políticos deben responder por sus decisiones, ser juzgados y corregidos cuando se equivocan. Sin embargo, la volatilidad y la virulencia con la que se pasa del elogio extremo a la condena absoluta resulta vergonzante. Este cambio repentino tiene más que ver con el oportunismo que con la congruencia.

Es el símbolo de nuestra decadencia social. Las personas buscan aprovecharse del poder efímero de los políticos, ya sea para obtener contratos, favores o influencias. Por eso buscan la foto con él, a como dé lugar. Hay que difundirla, presumirla, ostentarla y lucrar con ella. El político, consciente o no, se rodea de cortesanos que no están ahí por sus virtudes, sino por su posición.

El periodismo, que debería fiscalizar el desempeño público, cae en la tentación de halagar y amplificar las supuestas virtudes del gobernante mientras convenga, para luego amplificar con igual o mayor intensidad sus defectos al menor indicio de debilidad o pérdida de poder.
Los ciudadanos también responden a emociones masivas. Hoy aplauden entusiasmados si se sienten representados o beneficiados; mañana, si algo falla, condenan con igual fervor.

Este fenómeno revela nuestras miserias como sociedad. Celebramos la democracia, pero perdemos la perspectiva de que quienes acceden al poder son personas a las que demandamos certezas inmediatas y respuestas totales. Aplaudimos cuando dan, criticamos cuando quitan. Y todo, a veces, con una ligereza que apuesta a la desmemoria.

Debemos concientizarnos de ello, para que la política deje de ser un vaivén de adulaciones y hogueras. Que los medios de comunicación independientes, se centren en la veracidad y el rigor en lugar de en alimentar el espectáculo. Necesitamos crear una conciencia crítica para que los ciudadanos bien informados sean exigentes y no se dejen llevar por la euforia ni por el odio del momento tan usual ahora en la llamada cultura de la cancelación.

La bajeza de alabar cuando se ostenta el poder y despedazar cuando se pierde es un síntoma de inmadurez democrática y una forma de hipocresía social que debería avergonzarnos. La política no puede ser un simple vaivén en el juego de poder; debe ser un compromiso serio con la sociedad. Ello, exige madurez, responsabilidad y honestidad por parte de gobernantes y gobernados. Si seguimos embarcados en esta montaña rusa de adoración y linchamiento, perderemos la oportunidad de construir instituciones más sólidas y políticas más justas. Al final, la quema de incienso y la hoguera son dos caras de la misma moneda: el oportunismo. Como sociedad, merecemos algo mejor.

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