A Estribor / Juan Carlos Cal y Mayor

Contra los Antoninos

En los años 80 en un debate en la televisión española, Octavio Paz, con su brillantez proverbial, evocaba en un debate televisivo con Mario Vargas Llosa la célebre frase de Edward Gibbon: la época más feliz de la humanidad fue la de los emperadores Antoninos en Roma. La época se conoce como la «Dinastía Nerva-Antonina» y abarca el período de 98 a 192 d.C. Durante esta época, se establecieron cinco emperadores, a menudo llamados «Los Cinco Buenos Emperadores», quienes gobernaron con sabiduría y justicia, trajeron paz y prosperidad al imperio. Octavio Paz lo decía como quien lanza una advertencia velada al siglo XX, acusándolo de desencanto, violencia industrializada y pérdida de sentido. Paz hablaba desde la altura de la filosofía, donde el tiempo se contempla más que se habita. Vargas Llosa, en cambio, hablaba desde el suelo firme de la historia práctica, donde las libertades se conquistan a golpe de ensayo y error.

Porque sí, el siglo XX fue sangriento —dos guerras mundiales, 100 millones de muertos por guerras y genocidios, entre ellos los 6 millones de Auschwitz y los 20 millones de Stalin—, pero también fue el siglo que duplicó la esperanza de vida global: de apenas 32 años en 1900 a más de 72 en el siglo XXI. En 1950, más del 60% del planeta vivía en pobreza extrema. Hoy, esa cifra ronda el 9%, según el Banco Mundial. La mortalidad infantil, que superaba el 20% en muchas regiones, cayó por debajo del 3% en gran parte del mundo.

Mientras Paz idealizaba a Roma desde los mármoles de Marco Aurelio, Vargas Llosa le recordaba que las cloacas del Coliseo no alcanzaban para limpiar la esclavitud ni el desprecio por la mujer ni la inexistencia de la infancia como sujeto de derechos. Hoy, más de 130 países reconocen el voto femenino; en tiempos de los Antoninos, las mujeres no tenían ni nombre propio en los registros civiles.

La paz de los Antoninos era la paz del orden imperial, no la paz de los pueblos libres. Era la armonía de la obediencia, no la del consenso. Su “felicidad” era la de un mundo sin sindicatos, sin voto, sin pluralismo. ¿Una época feliz? Quizá para los filósofos estoicos y los senadores romanos. No tanto para los que cargaban piedras en las minas de Hispania.

La modernidad no es perfecta, pero sus imperfecciones son públicas y criticables; su violencia, al menos, escandaliza. Hoy, hay más de 190 democracias electorales —aunque imperfectas— en el mundo. Más de 5 mil millones de personas tienen acceso a internet. Un joven de clase media hoy tiene más acceso a conocimiento que un emperador del pasado. Millones de personas salen cada año de la pobreza: solo en China, más de 800 millones en cuatro décadas. Y aunque el cambio climático y la desigualdad son desafíos enormes, tenemos instituciones, foros globales y mecanismos de cooperación para enfrentarlos. Los romanos tenían acueductos; nosotros, vacunas de ARNm en menos de un año.

Paz tenía razón al advertir sobre la pérdida del sentido. Pero ese vacío existencial no es culpa del progreso, sino de nuestra incapacidad para humanizarlo. La libertad moderna no garantiza plenitud, pero permite buscarla. La nostalgia de un pasado armónico suele olvidar que en ese pasado, muchos no eran ni sujetos de la historia.

Defender la civilización moderna —con sus bibliotecas digitales, sus revoluciones democráticas y sus logros sanitarios— no es celebrar un dogma, sino honrar la posibilidad de mejorar. El siglo XXI no necesita emperadores ilustrados, sino ciudadanos conscientes. La felicidad, hoy, no desciende de un trono: se construye desde abajo, entre contradicciones, como lo entendía Vargas Llosa.

Paz tenía poesía. Vargas Llosa, razón. Y el futuro, si ha de tener sentido, necesitará de ambos.

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