Cuál paz
No se puede hablar de paz cuando se tolera, una y otra vez, que el magisterio disidente bloquee una de las arterias más importantes del estado de Chiapas sin consecuencia alguna. No se puede hablar de paz si a los violentadores se les permite infringir la ley a plena luz del día, y peor aún, sobre aviso. Es como si alguien anunciara que va a asaltar un banco, lo publicara en redes sociales y, aun así, ninguna autoridad hiciera nada para evitarlo.
Eduardo Ramírez, en su campaña, asumió como compromiso principal enfrentar esa realidad y prometió resultados en 100 días. Uno pensaba, entonces, que hablaba de aplicar la ley contra el crimen organizado. Pero al hablar de «paz social», introdujo un concepto más amplio: la convivencia armónica entre los chiapanecos. No puede haber paz donde se permite que la Escuela Normal de Mactumactzá o la llamada CNTE bloqueen arterias vitales, alteren el orden público y burlen impunemente el estado de derecho el día que se les dá la gana. La gobernabilidad no se mide por discursos, sino por la capacidad de garantizar libertades básicas como el libre tránsito. Y eso, hoy por hoy, no está sucediendo.
Restaurar la paz no se limita a enfrentar a la delincuencia organizada. También implica garantizar el libre tránsito, el acceso a servicios, la seguridad cotidiana de los chiapanecos. Porque eso también es gobernabilidad.
Así es como se erosiona la legitimidad de un gobierno: cuando la ley se convierte en un acto optativo, cuando su aplicación ya no es un deber sino una decisión política. Lo hemos señalado hasta el cansancio: el Estado es el único que tiene el monopolio de la fuerza legítima, como bien lo expresó Max Weber. Si renuncia a ejercerlo, deja de ser Estado. Y no hablamos de abusos. No hablamos de represión sin medida. Existen protocolos, hay rutas legales, hay límites. Pero la inacción sistemática frente al chantaje reiterado es una forma de complicidad.
En su momento, el entonces gobernador Pablo Salazar hizo lo correcto: suspendió los pagos al magisterio mientras no dieran clases, como medida de presión. El resultado fue simple: las protestas duraron dos quincenas y se acabó el espectáculo. Era una lección clara. Pero, hoy por lo visto, eso les entra por un oído y les sale por el otro. El magisterio —al igual que el sector salud, que se encuentra en terapia intensiva— absorbe la mayor parte del presupuesto público en Chiapas y aún así la presidenta Sheinbaum anunció que apoyara con 36 millones de pesos un nuevo aumento. No tienen llenadera y aun así, en Chiapas seguimos en los últimos lugares de aprovechamiento académico.
Lo que entregan no corresponde con lo que reciben. Se han convertido en una nueva burguesía burocrática: estrenan automóviles cada tres años, acumulan propiedades gracias a las prestaciones conquistadas a punta de chantajes que llaman “lucha social”.
El verdadero problema es que ya nos acostumbramos. Y mientras tanto, a los ciudadanos de bien no solo les provocan molestias: les generan pérdidas económicas, alteraciones en su vida cotidiana y hasta situaciones de riesgo. Si se cuantificaran los daños ocasionados por estos bloqueos, las cifras serían millonarias. Pero eso poco le importa al gremio, que goza del apapacho oficial porque ha sido convertido en aliado electoral.
Y lo peor está por venir: si los maestros pueden, ¿por qué no los transportistas mañana? ¿Por qué no las comunidades indígenas que llevan años bloqueando rutas a zonas turísticas y afectando gravemente la economía del estado? El precedente es claro: en Chiapas, el que grita más fuerte y cierra la carretera, manda.
Y sí, el gobierno teme confrontarlos. Porque en este juego siempre existe el riesgo de un herido, o peor aún, de un muerto que se convierte en bandera para la victimización y el chantaje político. Pero no, señores del gobierno: eso no es paz. Es rendición.