A Estribor / Juan Carlos Cal y Mayor

El Bukele mexicano

Carlos Manzo, presidente municipal de Uruapan, Michoacán, ha encendido la conversación pública con una decisión que muchos aplauden en silencio y otros critican sin rubor: enfrentar a la delincuencia con el uso legítimo —y letal— de la fuerza pública. Ha dicho sin rodeos que a los delincuentes no se les combate con abrazos, sino con “chingadazos” y lo está haciendo. Ante una violencia desbordada que ha convertido a su municipio en un campo de batalla, ha optado por no esperar a que le caiga del cielo la Guardia Nacional o a que las Mesas de Paz le resuelvan lo que la autoridad federal ha dejado pudrir.

UN ESTADO SIN DIENTES

La respuesta de la presidenta Claudia Sheinbaum ha sido tibia, por no decir lamentable. “No queremos volver a la guerra de Calderón”, repitió al enterarse de este caso como si se tratara de un mantra dogmático. Pero el problema no es de nostalgia por el sexenio panista; es de realidad. Lo que no entienden —o no quieren entender— es que la omisión también es violencia. Que la aplicación de la ley no es optativa. Que permitir que un pueblo entero viva secuestrado por el crimen organizado es una forma de complicidad criminal. Que un Estado que no ejerce su función elemental de garantizar la vida y la seguridad de sus ciudadanos es un Estado fallido.

LA FRASE QUE LO DEFINE

El alcalde Manzo lo dejó claro en una frase que puede marcar época: “Los abrazos son para la gente trabajadora, para quienes viven en extrema pobreza; pero los delincuentes, los asesinos, los que matan a niños, a bebés y embarazadas, lo único que pueden recibir son chingadazos y la aplicación del Estado de derecho.” No es retórica incendiaria. Es una declaración de principios, un límite moral y político que muchos en el poder no se han atrevido a trazar. Porque en México, mientras los criminales gozan de impunidad, las víctimas son condenadas al silencio.

LA PAZ NO SE DECRETA

La paz no se construye con discursos. Tampoco basta con programas sociales cuando lo que impera es el terror. En Uruapan, como en tantas otras regiones del país, la delincuencia ha penetrado todas las esferas de la vida cotidiana. Cobro de piso, secuestros, extorsión, asesinatos. Mientras los criminales pasean armados y en impunidad, el ciudadano común se encierra, huye o muere. Frente a esa realidad, lo de Manzo no es autoritarismo: es desesperación con autoridad.

LA FUERZA LEGÍTIMA DEL ESTADO

Es hora de dejar de fingir. Al Estado le corresponde el uso legítimo de la fuerza, incluso si es letal, siempre que se haga conforme a la ley y con respeto a los derechos humanos de las víctimas, no de los verdugos. No se trata de aplaudir ejecuciones extrajudiciales ni de fomentar el abuso, pero sí de entender que el crimen organizado no se detiene con discursos humanistas ni conferencias matutinas. Se detiene con una policía entrenada, equipada y respaldada por el poder político. Y con voluntad, que es lo que más ha faltado.

EL EFECTO BUKELE

Muchos se burlaban de Nayib Bukele. Lo llamaban dictador, populista, autoritario. Hoy El Salvador es el país más seguro del continente. No porque haya hecho magia, sino porque entendió lo básico: el crimen no se regenera, se neutraliza. Sus cárceles están llenas, sus calles están vacías de maras, y su aprobación popular rompe récords. ¿Violó derechos? Puede ser. ¿Restableció el orden? Sin duda. ¿Qué prefieren los salvadoreños? Pregúntenles.

¿Y SI MANZO APARECE EN LAS ENCUESTAS?

Parece exagerado, pero no lo es. Si algún encuestador serio se atreve a poner su nombre en una lista para la elección presidencial, más de uno se sorprenderá con los resultados. El hartazgo ciudadano está en un punto crítico. No es que los mexicanos amen la violencia, es que ya no soportan ser sus víctimas. Manzo, como Bukele, encarna una respuesta directa, sin adornos ni eufemismos, al fracaso del Estado de derecho.

BUKELE

Desde que Nayib Bukele implementó el régimen de excepción en marzo de 2022 y reforzó su Plan Control Territorial, El Salvador ha registrado una drástica reducción en los índices de violencia, pasando de ser uno de los países más peligrosos del mundo a cerrar 2024 con solo 114 homicidios y una tasa de 1.9 por cada 100,000 habitantes. Se han detenido a más de 85,000 presuntos pandilleros, muchos confinados en la megacárcel CECOT.

Ante las críticas de organismos internacionales por presuntas violaciones a derechos humanos, Nayib Bukele ha respondido con firmeza, acusando a las ONG de defender a criminales y olvidar a las verdaderas víctimas: los salvadoreños que durante décadas vivieron aterrorizados por la violencia. Su discurso ha sido claro: los derechos humanos deben proteger primero a las víctimas, no a los delincuentes que asesinan, extorsionan y destruyen comunidades. Bukele goza de un respaldo abrumador en su país gracias a los resultados tangibles en seguridad.

EL PUEBLO PONE LOS MUERTOS

Ya basta. Basta de abrazar al criminal mientras se entierra al inocente. Basta de hablar de justicia social mientras se tolera el infierno en la tierra. Basta de presidentes que prefieren quedar bien con el discurso de derechos humanos mientras el pueblo pone los muertos. El deber moral de un gobernante es proteger a su gente, no proteger su narrativa.

López Obrador implementó un programa de apoyos sociales para, según él, inhibir la participación de los jóvenes en el crimen organizado. Pará él, los delincuentes lo son, porque son pobres. En vez impulsar la inversión para generar fuentes de empleo, la inhibió y los resultados, por si se trataba de un experimento social, están a la vista. Carlos Manzo, el alcalde de Uruapan no es perfecto, ni pretendemos canonizarlo. Pero ha hecho lo que miles de alcaldes no se atreven a hacer: asumir el costo de ejercer el poder como debe ser y proteger a los ciudadanos. Y aunque no lo crea, estimado lector, no será el último. Alguien tiene que levantar la voz y llamar a las cosas por su nombre.

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