Cuando la integración fracasa: el precio del choque cultural
París volvió a arder. Esta vez, el detonante fue un partido de fútbol. Tras la victoria del club argelino USM Alger sobre el París FC en un torneo africano, apenas hace unnos días, los festejos en barrios de mayoría migrante se transformaron en violencia: saqueos, ataques a la policía, vandalización quema de vehículos, negocios incendiados. Las escenas no fueron nuevas, pero sí más intensas. Porque lo que estalló en las calles no fue la pasión futbolística, sino la frustración acumulada de años de incomprensión cultural y fractura social.
Los recientes disturbios—como tantos otros episodios similares en ciudades europeas— no son simples actos de vandalismo espontáneo. Son la consecuencia directa de una fractura profunda en el tejido social europeo. Una fractura provocada por el choque entre culturas inconciliables que jamás fueron integradas, y mucho menos asimiladas. Y si bien cada individuo debe responder por sus actos, el responsable principal es un modelo cultural que decidió mirar hacia otro lado mientras se incubaba una crisis.
UN MODELO QUE NO INTEGRA
Europa, y Francia en particular, han sido víctimas de su propia ingenuidad progresista promovida por la centro izquierda. Durante décadas, alentaron —algunos incluso promovieron activamente— la inmigración masiva e ilegal en nombre de la compasión, la diversidad o la culpa histórica. Pero jamás se preguntaron si esa migración masiva compartía o respetaba los valores fundacionales de la civilización occidental: la libertad individual, la igualdad ante la ley, el respeto a la mujer, la laicidad, el mérito, la democracia liberal.
El modelo republicano francés, que se jacta de ser ciego ante las diferencias de origen, ha fracasado rotundamente. Porque cuando se ignora la cultura de origen, no se la integra: se la deja intacta, aislada, marginada. Y cuando esa cultura es incompatible con la occidental —cuando impone normas religiosas sobre la ley civil, cuando reproduce lógicas patriarcales o tribales, cuando desprecia la autoridad estatal— lo que se obtiene no es convivencia, sino resentimiento y hostilidad.
INMIGRACIÓN SIN FILTROS, SIN RUMBO
Los barrios periféricos de París no son hoy espacios de integración, sino de exclusión. Criaderos de frustración y odio, donde jóvenes nacidos en Francia pero educados en el rechazo a Francia queman coches, atacan policías y repudian los símbolos de una patria que jamás los hizo suyos porque tampoco quisieron serlo.
La responsabilidad también recae sobre quienes abrieron las puertas sin control ni criterio. Políticos, ONGs, burócratas de Bruselas y burócratas de la moral, todos ellos promovieron una inmigración desbordada sin exigir adaptación, ni respeto a las reglas del país anfitrión. Bajo la máscara de la tolerancia, impusieron una autoaniquilación identitaria. Se prohibieron los villancicos, se retiraron crucifijos, se relativizó la ley en nombre de las costumbres ajenas. Pero eso no generó gratitud, sino desprecio.
EL PRECIO DE RENEGAR DE UNO MISMO
Cuando una civilización renuncia a afirmarse, termina siendo negada por otros. Europa enfrenta hoy la paradoja de haber traicionado sus valores en nombre de una inclusión que nunca ocurrió. Y ahora cosecha su naufragio en forma de estallidos sociales, inseguridad crónica, fragmentación identitaria y una pérdida acelerada del sentido de nación.
No es racismo reconocer que no todas las culturas son compatibles. Lo verdaderamente racista es permitir que millones de personas lleguen a una tierra que no entienden ni desean entender, para luego condenarlas a una existencia marginal sin pertenencia. La verdadera solidaridad exige límites, orden y reglas claras. La caridad sin prudencia es irresponsabilidad disfrazada.
Es hora de que Occidente deje de flagelarse y comience a defenderse. No por odio, sino por amor a lo que representa: una civilización imperfecta, sí, pero portadora de conquistas que no deben ser sacrificadas en el altar de la ingenuidad multicultural.