La palabra como antesala del crimen
Miguel Uribe Turbay, senador colombiano y precandidato presidencial por el partido opositor Centro Democrático, fue víctima de un atentado en Colombia. No salió ileso. Su estado de salud es crítico y su vida está en riesgo. Las balas no solo alcanzón su cuerpo: golpeó de frente al sistema democrático colombiano. No se trató de una emboscada. El autor material es un joven de tan solo 15 años, detenido con el arma ejecutora en la mano mientras huía del lugar. Fue “por necesidad de una paga” alcanzó a decir al momento de la detención.
Esa imagen —la de un adolescente armado atentando contra un senador de la República— es, en sí misma, una radiografía brutal de la descomposición política y social que produce el discurso del odio. No hay inocencia en el hecho: hay consecuencias. Y esas consecuencias tienen un responsable político directo.
Petro: cuando la palabra deja de ser palabra
Desde su ascenso, Gustavo Petro ha ejercido el poder no con moderación, sino con acusación. Ha sembrado en la narrativa pública la idea de que hay enemigos internos, traidores enquistados en las instituciones, voces que deben ser silenciadas. No basta con oponerse a sus ideas; quien lo hace es marcado, exhibido, deshumanizado.
El atentado contra Miguel Uribe no se puede desligar de ese ambiente envenenado. Petro no apretó el gatillo, pero lleva años disparando frases cargadas de resentimiento. Cualquier parecido con las mañaneras no es mera coincidencia. Hay quienes, como ese joven de 15 años, las han tomado literalmente. Si la palabra se convierte en fuego, no hay discurso que no queme.
México: donde ya no nos escandaliza nada
Por otro lado, en México, el espejo devuelve una imagen igual de alarmante. Ya no escandaliza que asesinen a un candidato. Ni que desaparezca un periodista. Ni que grupos criminales operen con absoluta impunidad en campañas electorales, como ocurrió en Veracruz. El horror se ha vuelto paisaje. Y el gobierno, en vez de apagar incendios, sigue echando gasolina.
Morena, pese a tener todo el poder, actúa como si viviera perseguido. Acusa, descalifica, victimiza a los suyos y demoniza a los demás. Fernández Noroña grita y amenaza. Martí Batres reinterpreta la ley al antojo de la causa. Y Claudia Sheinbaum, aunque con un estilo más técnico, no ha roto con esa lógica: reafirma su compromiso con el proyecto de división, no con la reconciliación nacional.
El riesgo de normalizar la barbarie
Cuando el poder político convierte al ciudadano que opina distinto en enemigo, tarde o temprano alguien toma esa idea demasiado en serio. No se trata de un exceso retórico: se trata de una cadena de causalidad. Primero se estigmatiza, luego se aísla, y finalmente se elimina. Puede ser con una ley, con un despido, con una campaña de desprestigio… o con una bala.
Y no nos confundamos: el crimen cometido por un joven en Colombia, como los asesinatos en México, no son hechos desconectados de la narrativa oficial. Son la manifestación extrema de un ambiente social intoxicado por líderes que han renunciado al principio más elemental de la democracia: reconocer la legitimidad del otro y gobernar para todos.
Advertencia a tiempo
Hoy Colombia llora la sangre de un precandidato presidencial, víctima de una cultura política de linchamiento. Mañana puede ser México. Porque aquí también se está jugando con fuego. Aquí también se está llamando a la confrontación. Aquí también se siembra odio desde la tribuna del poder. Sheinbaum dijo que harían protestas, como si fuera la líder de un movimiento social, por si ponían un impuesto a las remesas. Y lo pusieron. No hubo tales protestas , pero ya en California se presentaron disturbios de mexicanos como unca antes.
Morena debe dejar de tirar piedras y esconder la mano. Tiene la responsabilidad de gobernar, no de polarizar. Tiene la obligación de garantizar el derecho a disentir, no de estigmatizar al que piensa distinto. Porque si seguimos este camino, no solo vamos a lamentar más muertos. Vamos a perder algo peor: lo poco que queda del alma democrática de la nación.