El día que bajaron a Mazariegos
El 12 de octubre de 1992, un grupo de activistas disfrazados de “representantes indígenas” derribó en San Cristóbal de Las Casas la estatua de Diego de Mazariegos, el fundador de la ciudad. No fue un acto espontáneo ni una rabia ancestral acumulada durante cinco siglos. Fue un gesto político orquestado en el marco del Quinto Centenario del Descubrimiento de América. Una fecha que debió servir para reflexionar sobre el mestizaje y el nacimiento de una nueva civilización fue secuestrada por quienes solo ven en la historia una sucesión de agravios que hay que vengar. La historia no se borra quitando estatuas. Se transforma con pensamiento crítico, con educación, con memoria. El verdadero ejercicio de justicia histórica no es destruir, sino comprender.
LO QUE VENÍA
El derribo de la estatua fue el primer gran ensayo simbólico del discurso victimista que más tarde encontraría cauce en el alzamiento zapatista. No es casualidad que ocurriera en San Cristóbal, ni que se utilizara a Diego de Mazariegos como chivo expiatorio. Se trató de imponer una nueva narrativa donde todo lo hispánico es sinónimo de opresión, y todo lo “originario” es puro, inocente, inmutable. Una falsificación de la historia tan funcional como rentable.
EL FUNDADOR COMO ENEMIGO
Mazariegos no fue un genocida ni un déspota. Fue el encargado de fundar una ciudad bajo los usos y leyes de la Corona Española, estableciendo estructuras de gobierno, justicia y evangelización. Su llegada al valle de Hueyzacatlán —nombre náhuatl que significa “el lugar del zacate grande”— no fue fruto de una invasión sangrienta. Mazariegos fue invitado por los zinacantecos, quienes buscaban poner fin a una prolongada rivalidad con los indios chiapanecas antes de la llegada de los españoles.
Los chiapanecas (o “chiapas”, como los llamaban los españoles) no eran mayas, ni tzotziles, ni zoques. Eran un pueblo de lengua otomangue que —según las fuentes— habría migrado desde el altiplano central, o incluso desde la actual Nicaragua, estableciéndose en la ribera del río Grijalva, en lo que hoy es Chiapa de Corzo.
La enemistad era tan fuerte que, cuando Mazariegos y sus tropas llegaron en 1528, los zinacantecos los recibieron como aliados, para combatir a los chiapanecas. Algo similar ocurrió con los tlaxcaltecas y los mexicas. Así nació San Cristóbal: en un proceso de relativa paz, con acuerdos y sin guerras. La única resistencia significativa fue la de los chiapanecas, no la de los pueblos tzotziles ni tzeltales. Un dato que conviene recordar, aunque no sirva a los discursos de moda.
LA PRIMERA CIUDAD MULTICULTURAL DE AMÉRICA
Lejos de ser una imposición cultural, San Cristóbal fue desde su origen una ciudad verdaderamente multicultural y multiétnica. Españoles e indígenas aliados de distintas etnias compartieron el mismo espacio urbano. Se fundaron parroquias, barrios y cofradías que reflejaban esa diversidad, cada una con sus oficios y habilidades, muchos de los cuales subsisten hasta hoy.
En los barrios tradicionales aún persisten antiguos oficios heredados por generaciones: en El Cerrillo, la panadería y la alfarería; en Guadalupe, el tallado en madera y el bordado; en San Diego, la horticultura y los textiles; en el barrio de Mexicanos, el tejido de lana y la elaboración de sombreros; en San Ramón, la carpintería y la fabricación de velas; en La Merced, el comercio y los oficios artesanales; en San Antonio, la producción de dulces típicos; y en Cuxtitali, la herbolaria y la agricultura de traspatio.
No hubo pureza étnica ni supremacía unilateral. Hubo convivencia —y también conflicto— como en todo proceso humano. Pero también hubo integración y una cultura común. Esa es la verdadera raíz de nuestra identidad.
DEL BRONCE AL OLVIDO
Aquel 12 de octubre no solo cayó una estatua. Se inauguró un ciclo en que la historia empezó a reescribirse desde el rencor. La plaza fue rebautizada como “de la Resistencia”, como si la ciudad hubiese nacido de una afrenta y no de una fundación. Desde entonces, se ha cultivado un discurso que no integra, sino que aísla; que no construye ciudadanía, sino identidades enfrentadas. Un discurso que convierte el pasado en arma y el presente en botín.
DESMEMORIA
Lo ocurrido en 1992 no fue un acto de memoria, sino una operación ideológica. Un agravio injustificado. En Mérida, la principal avenida es el Paseo Montejo, en honor al fundador de la ciudad. En Campeche, la estatua de su fundador no solo sigue en pie: es símbolo de identidad. En cambio, los gobiernos “progresistas” quitaron a Colón de su glorieta en Paseo de la Reforma, mientras el presidente exigía a la Corona Española que nos pidiera perdón. Es el mismo guión populista que vive de la polarización.
Aquí, en vez de educar, se optó por adoctrinar. Se sustituyó la historia por el resentimiento. Se dejó de ver a los indígenas como ciudadanos y se les empezó a tratar como súbditos de una falacia llamada “decolonización”. Es entonces cuando un pueblo se convierte en siervo, condenado a representar un papel ornamental escrito por otros.
El verdadero respeto a los pueblos indígenas no consiste en reinventar un pasado puro que nunca existió, sino en reconocerlos como herederos —al igual que todos nosotros— de una historia común y profundamente mestiza.