La farsa de los gobiernos comunitarios
Nos quieren vender la idea de que antes de la llegada de los españoles, los pueblos originarios vivían en una armonía democrática perfecta, gobernados por consejos comunitarios donde todo se decidía en asamblea y la voz del pueblo era sagrada. Falso. En Mesoamérica no mandaba el “pueblo”, mandaban las élites: los pipiltin, que eran los linajes nobles, los sacerdotes y los guerreros. Los llamados calpullis no eran ágoras griegas ni foros deliberativos, sino unidades productivas bajo control jerárquico. Las decisiones importantes las tomaban los altos linajes, no el pueblo bueno y sabio.
EL MITO PRECOLOMBINO
El mito del “gobierno comunitario” precolombino es, por tanto, una invención reciente, un producto de laboratorio ideológico que mezcla retazos del pasado indígena, resabios coloniales y una buena dosis de oportunismo moderno. Porque lo que hoy se presenta como una forma legítima de autogobierno, en realidad es una herramienta política para capturar recursos del Estado sin someterse a él.
En teoría, se trata de sistemas organizados según los dizque “usos y costumbres”. En la práctica, son territorios controlados por grupos caciquiles que no quieren rendirle cuentas a nadie, no contribuyen a la hacienda pública y, aun así, exigen presupuesto, obras, transferencias, y una especie de derecho histórico a recibir sin deber.
DEMOCRACIA SIN LEY
¿Democracia comunitaria? Basta ver cómo operan muchas de estas “asambleas”. El que disiente es excluido del reparto. El que no se pliega al cacique, no recibe apoyos. La pluralidad política está proscrita. Los partidos están vetados. Los recursos, cuando llegan, se distribuyen discrecionalmente entre los miembros del grupo dominante. No piden escuelas, ni calles, ni clínicas. Lo que quieren es dinero para repartirlo entre ellos, sin supervisión, sin reglas, sin auditorías.
Pero el poder no termina ahí. Muchos de estos grupos también controlan el comercio local, monopolizan las concesiones de transporte, administran los mercados y hasta operan negocios ilícitos como el huachicol, con total impunidad. Todo pasa por su filtro: desde la venta de cerveza hasta la distribución de gas o el transporte público. Nada se mueve sin el visto bueno del consejo o del cacique. Y si alguien osa competir o denunciar, se le “expulsa de la comunidad”.
LOS ECOLOGISTAS QUE ARRASAN CON TODO
Y para legitimarse, se cuelgan del discurso ambientalista. Se dicen defensores de la Madre Tierra, guardianes de la selva, enemigos del extractivismo. Pero en realidad, son sus principales depredadores. Año con año, arrasan miles de hectáreas que luego se erosionan, para sembrar maíz de autoconsumo o traficar madera preciosa. Las áreas protegidas son invadidas, quemadas y saqueadas desde dentro. La defensa de la naturaleza es solo un argumento de negociación: se oponen a todo proyecto productivo no porque amen la tierra, sino porque quieren negociar su expoliación.
RIQUEZA SEPULTADA
En nombre del respeto a los pueblos originarios, se paralizan inversiones millonarias, se bloquean minas que podrían beneficiar a las comunidades, se cierran caminos, se secuestra maquinaria, se sabotean proyectos turísticos o energéticos. Todo se sataniza como “extractivismo”, como si los minerales fueran una riqueza eterna que puede guardarse como si nada, mientras las comunidades viven en pobreza perpetua. No hay intención de aprovechar los recursos, solo de monetizar el conflicto.
IMPUNIDAD PATROCINADA
La paradoja es brutal: quienes más exigen respeto, no respetan ni la ley ni desean el bien común. Quieren autonomía para mandar y dependencia para cobrar. Y mientras tanto, los contribuyentes—esos que sí pagan impuestos y cumplen la ley— financian un sistema de dádivas sin reglas, sin méritos y sin resultados. Eso sí, siempre prestos al acarreo, al mitin que ni siquiera escuchan, con el voto asegurado a cambio del “bienestar”.
MUSEOS VIVIENTES
Ya basta de tratarlos como piezas de museo o como especies en peligro de extinción. Esa es la verdadera trampa: mantenerlos aislados, intocados, marginados, para que los ideólogos del victimismo justifiquen su retórica, sus becas, y los caciques locales sus privilegios.
Se trata de integrarlos al desarrollo, no de conservarlos en la pobreza como ornamento prehispánico. Hoy muchas de esas comunidades ya no celebran con tambores ceremoniales ni danzas rituales: lo hacen al ritmo de corridos tumbados y grupos norteños que glorifican la violencia, el alcohol y el narco. Esa no es su identidad, pero les tiene sin cuidado.
Porque la verdadera pérdida de identidad no viene del asfalto, sino del abandono, el resentimiento y el adoctrinamiento de la ignorancia explotada.