A Estribor / Juan Carlos Cal y Mayor

La banalidad del mal

Hay frases que definen una época. Hannah Arendt no hablaba del mal absoluto, sino de ese que se cuela por las grietas de la costumbre, que se normaliza, que se vuelve trámite. La banalidad del mal no es el crimen brutal cometido por un monstruo, sino la participación rutinaria en la destrucción, sin reflexión ni culpa, por parte de ciudadanos comunes. Lo pensó viendo a Eichmann, un burócrata que envió a miles de personas a la muerte sin levantar la voz, sin siquiera odiarlas. Solo obedecía. Solo cumplía.

Adolf Eichmann fue un alto funcionario nazi, responsable directo de organizar la logística del Holocausto. No fue un militar de campo ni un ideólogo, sino un burócrata meticuloso que coordinaba los trenes que llevaban a millones de judíos a los campos de concentración y exterminio.

Algo de eso —y que no suene exagerado— nos está pasando en México.

LA INDIFERENCIA COMO MECANISMO

No se necesita una dictadura clásica para degradar la democracia. Basta con que se pierda la capacidad de escandalizarse. Que los atropellos dejen de ser noticia. Que se vuelva normal la mentira, el cinismo, la impunidad. Que el ciudadano, frente a la barbarie, suba los hombros y diga: “así son todos”.

La demolición institucional avanza sin resistencia. No por falta de leyes, sino por la complicidad silenciosa de quienes callan, de quienes aceptan cargos, presupuestos, favores. El INE, la Corte, el INAI, la prensa libre, los organismos autónomos, todos han sido sistemáticamente desmantelados o debilitados por un poder que no tolera contrapesos. Y mientras eso ocurre, ¿dónde están los defensores de la República? ¿Dónde los intelectuales que hoy se mimetizan con el régimen?

LA VIOLENCIA COMO PAN DE CADA DÍA

La otra forma de banalidad —la más peligrosa— es la normalización de la violencia. Vivimos en un país donde asesinan a funcionarios, alcaldes, policías y hasta candidatos del propio partido en el poder. Y a veces no ameritan ni siquiera un mención o siquiera un pésame a sus familias. Donde los cárteles imponen su ley, bloquean caminos, cobran cuotas y desaparecen personas a la vista de todos. Y lo más alarmante no es que ocurra: es que lo vemos en la prensa como si fuera parte del clima, como si ya no tuviera remedio.

Nos hemos vuelto insensibles al horror. La violencia dejó de ser excepción para convertirse en rutina. Y la rutina es la forma más eficaz de esconder el mal. No hay marchas. No hay indignación. Hay una especie de resignación anestesiada que permite que el país se desangre sin levantar la voz.

UN SISTEMA DE SALUD COLAPSADO

Otra cara de esta misma indiferencia es el desastre en el sistema de salud pública. No hay medicinas, los hospitales están saturados, el personal médico que se ha vuelto indiferente al dolor humano, trabaja en condiciones precarias, mientras los pacientes —miles de pacientes— mueren por falta de atención oportuna. Y sin embargo, nada pasa. Nadie rinde cuentas. El gobierno se escuda en ocurrencias, discursos triunfalistas: “tenemos el mejor sistema de salud del mundo”, mientras millones padecen enfermedades sin tratamiento.

Nos afecta a todos, pero pareciera que no afecta a nadie. Y cuando la vida misma pierde valor frente al relato oficial, ya estamos ante una forma silenciosa pero brutal de violencia institucionalizada.

LA CLASE POLÍTICA EN DECADENCIA

Nunca la política mexicana había estado tan invadida de improvisación, mediocridad, cinismo, sumisión y oportunismo. Se ha utilizado lq “cercanía con el pueblo” con vulgaridad y populismo ramplón. Gobernar se ha vuelto un espectáculo, un show de, pero la presidente tiene 90% de aprobación, no hace falta nada más. La “transformación” se reduce en lealtades ciegas y odio hacia el pasado como recurso barato de legitimación.

Y lo más grave no es que esto suceda, sino que se tolere. Que haya toda una generación de políticos jóvenes aprendiendo que el mérito no importa, que la ley estorba, que el aplauso vale más que la verdad. Que ser servil es el nuevo camino hacia el poder.

LO QUE PERDEMOS CUANDO CALLAMOS

No hay que esperar a que llegue el totalitarismo con botas y censura explícita. El mal puede instalarse como rutina, como discurso hegemónico, como cooptación sutil de conciencias. Se encarna en quienes sabiendo que algo está mal, optan por no verlo. En los jueces que no juzgan, en los legisladores que no legislan, en los periodistas que ya no preguntan. En todos nosotros, cuando miramos hacia otro lado.

Hoy México atraviesa una crisis ética más que política. La decadencia moral de quienes gobiernan es solo una cara del problema. La otra —igual de grave— es la resignación colectiva, el silencio cívico, la comodidad de no involucrarse.

UN MAL QUE NO PARECE MAL

Arendt nos advirtió que el mal no siempre se presenta con rostro de villano. A veces tiene cara de funcionario gris, de influencer de TikTok, de diputado que vota sin leer. A veces el mal se disfraza de justicia social, de pueblo bueno, de lucha contra los privilegios. Y por eso se vuelve más peligroso: porque parece justo, porque se cree bueno.

Es hora de decirlo sin rodeos: México no está viviendo una regeneración moral. Está viviendo a todas luces una decadencia. Y cada vez que lo dejamos pasar, cada vez que lo normalizamos, participamos —aunque no lo sepamos— en la banalidad del mal.

NO HAY EXCUSA QUE VALGA

El planteamiento de Arendt nunca buscó exonerar de responsabilidad moral a quienes participaron en la maquinaria del mal. Que lo hayan hecho sin odio, sin pasión o incluso sin conciencia plena no los hace inocentes. Al contrario: los hace aún más peligrosos, porque prueban que basta con obedecer para volverse cómplice. Hoy, como entonces, no hay justificación en la rutina, en la obediencia ciega, en el “yo solo cumplía”. La ética no admite atajos. Y cada quien, en su medida, debe responder por el país que deja pasar en silencio ante sus propias narices.

Compartir:

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *