A Estribor / Juan Carlos Cal y Mayor

La apología del “naco”

Hace unos días, en medio del calorcito de las redes, apareció otra defensa encendida del orgullo “naco”. Una columna más que celebra la marginalidad como si fuera un patrimonio cultural, apelando a Tepito como símbolo de la autenticidad nacional. No falta quien levante el puño para decir: “¡Sí, soy naco y qué!”, como si la incultura, la vulgaridad y la trampa fueran banderas legítimas de identidad.

El problema —y hay que decirlo aunque caigan las hogueras digitales— no está en ser pobre, ni en venir de un barrio bravo, ni en tener orígenes humildes. Nadie merece ser despreciado por su color de piel, su acento o su lugar de nacimiento. Eso se llama discriminación, y es moral y socialmente inaceptable. Pero otra cosa, muy distinta, es glorificar la ordinariez, la falta de educación, la tranza y el abuso bajo la coartada del “pueblo bueno”.

Si Benito Juárez —un indígena zapoteca que intercambiaba cartas con Víctor Hugo— viviera hoy, seguramente se indignaría ante esta banalización de la cultura popular. Porque el presidente que defendía la ley y la civilización nunca aceptó que la incultura y el salvajismo fueran virtudes del pueblo. Su legado fue precisamente demostrar que las raíces humildes no están peleadas con la educación, la urbanidad y la decencia.

Pero ahora resulta que la palabra “naco” hay que resignificarla. Que ser pelado, grosero, gandalla o vulgar es símbolo de resistencia. Que la cultura del abuso, el alarde del dinero mal habido, el culto al narco o la exaltación del gandallismo representan la verdadera esencia del México profundo. Y si uno osa decir que eso no es digno de celebrarse, ahí vienen los inquisidores del teclado a lincharte por “clasista”.

En este país, donde cualquier crítica a las conductas antisociales se interpreta como ataque al pobre, hemos caído en la trampa de la corrección política llevada al extremo. Se confunde la defensa de los derechos humanos con la apología del atraso. La exaltación de lo “naco” se ha convertido en una coartada para no esforzarse, no educarse y no respetar las reglas mínimas de convivencia.

El orgullo de barrio no puede ser sinónimo de apología de la tranza. El barrio puede y debe ser fuente de talento, de trabajo, de cultura popular genuina, pero jamás pretexto para justificar la vulgaridad, la violencia o la ley del más fuerte. Tepito, como tantos otros lugares, tiene sus historias de grandeza y sus hijos notables, pero también ha sido campo fértil para la informalidad, el crimen y la descomposición.

No se trata de denostar a las personas, sino de poner las cosas en su sitio. Nadie nace siendo “naco” por sus circunstancias, pero sí por sus conductas. Y si queremos un país mejor, no podemos seguir romantizando aquello que nos hunde como sociedad. La educación, el respeto, la honestidad y el trabajo siguen siendo los únicos caminos hacia la dignidad.

El verdadero enemigo no es la pobreza, sino la glorificación de la ignorancia.

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