A Estribor / Juan Carlos Cal y Mayor

El déficit que devoró a Roma

El Imperio Romano no cayó de la noche a la mañana. No fue un ejército bárbaro el que, por sí solo, redujo a cenizas la gloria de una civilización que durante siglos impuso su ley, su lengua y sus costumbres en medio mundo. Roma cayó por dentro, carcomida por el exceso. El exceso de poder, el exceso de promesas, y sobre todo: el exceso de gasto. Su decadencia fue una lenta hemorragia fiscal disfrazada de grandeza.

Los emperadores, en su afán de mantener el favor del pueblo, distribuyeron pan gratuito y organizaron espectáculos colosales. Los impuestos, insuficientes para cubrir tales dispendios, fueron complementados con una práctica peligrosa: la devaluación de la moneda. Lo que comenzó como un recurso temporal se convirtió en norma: el denario, que alguna vez contenía plata pura, terminó siendo una burda aleación sin valor real. La inflación hizo estragos, la confianza se evaporó, la economía colapsó. Y con ella, la autoridad del Estado.

DIOCLECIANO

Uno de los errores más graves del emperador Diocleciano fue su intento de controlar la economía mediante el famoso Edicto sobre Precios Máximos, emitido en el año 301 d.C. Ante la inflación desatada por décadas de devaluación monetaria y excesivo gasto público —producto de una burocracia creciente y un ejército sobredimensionado—, Diocleciano optó por imponer límites artificiales a los precios y salarios en todo el Imperio. Lejos de solucionar el problema, esta medida provocó una contracción del comercio, escasez de productos y un mercado negro floreciente, donde los bienes básicos se vendían a precios mucho más altos de los permitidos. Los comerciantes y campesinos, al no poder cubrir sus costos, dejaron de producir o de vender.

Este control estatal férreo marcó un punto de inflexión: la economía romana perdió dinamismo y la confianza en la moneda se erosionó aún más. Diocleciano pretendía estabilizar el Imperio con mano dura y planificación central, pero terminó acelerando su decadencia. El edicto fracasó estrepitosamente y tuvo que ser abandonado, dejando al Imperio en una crisis aún más profunda. Fue una lección histórica sobre los riesgos de ignorar las leyes básicas de la economía en favor del autoritarismo y la ilusión de control absoluto desde el poder.

SHEINBAUM

Claudia Sheinbaum ha recurrido ya al control indirecto de precios mediante acuerdos con empresarios, como ocurrió con productos de la canasta básica y con la gasolina, donde se aplicaron topes y subsidios para evitar el descontento social ante la inflación. Aunque presentados como medidas solidarias, estos pactos disfrazan una intervención estatal que, al no resolver los problemas de fondo —como el déficit público—, terminan generando distorsiones en el mercado. Como en el fallido edicto de precios de Diocleciano, congelar los precios por decreto o presión política sólo aplaza el ajuste real, desincentiva la producción y, a largo plazo, puede desembocar en escasez o en una economía doble: la oficial, desabastecida, y la informal e incontrolable como sucede con el huachicol.

DÉFICIT FISCAL: EL ENEMIGO INTERNO

Hoy, el término déficit fiscal suena técnico, incluso aburrido. Pero detrás de ese eufemismo se esconde la misma amenaza que devoró a Roma: gobiernos que gastan más de lo que ingresan, que se endeudan sin medida, y que financian sus promesas políticas con recursos que no existen. El resultado es siempre el mismo: inflación, devaluación, pérdida de confianza, fuga de capitales, y finalmente, miseria.

En México, el presupuesto de egresos crece cada año como si la caja no tuviera fondo. Programas clientelares, subsidios indiscriminados, obras faraónicas sin retorno de inversión o empresas paraestatales fallidas como Mexicana o peor aún PEMEX. Todo eso se financia con deuda pública y con los impuestos de una minoría cada vez más exprimida. El SAT se ha convertido en un inquisidor, mientras la informalidad campea impune, y los “beneficiarios” del gasto público —esa nueva feligresia que vive del subsidio— exigen más sin aportar nada.

PAN Y CIRCO MODERNO

Como en Roma, se nos regala “pan” bajo el nombre de transferencias monetarias, y “circo” bajo la forma de propaganda, espectáculos presidenciales y enemigos inventados: los empresarios, los medios críticos, la clase media pensante. La masa aplaude, creyendo que el gobierno es el generoso dador de bienes, sin entender que el Estado no produce riqueza: la transfiere, la reparte, o peor aún, la dilapida.

¿Quién paga todo esto? La respuesta es incómoda: lo pagan los que sí trabajan, los que sí invierten, los que sí declaran impuestos. Lo paga el futuro. Porque el déficit, ese monstruo silencioso, no se ve, pero se acumula. Como la decadencia de Roma. Y cuando estalla, ya es demasiado tarde.

EL PRECIO DE NO APRENDER DE LA HISTORIA

No aprendimos. O peor aún, no quisimos aprender. La historia no se repite, pero rima. Y la rima del presente suena a crisis fiscal, a inflación desbordada, a moneda débil, a instituciones erosionadas. Suena a colapso disfrazado de justicia social.

La Roma del siglo V y los Estados modernos del siglo XXI tienen algo en común: la arrogancia de creer que el dinero público es infinito. Pero el gasto sin control no es una virtud, es un vicio letal. El déficit no es una política económica: es una sentencia de muerte diferida.

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