A Estribor / Juan Carlos Cal y Mayor

La casa de los babosos

En la antigua Roma, Juvenal acuñó una frase que ha atravesado los siglos: panem et circenses. El pan y el circo como fórmula para mantener a las masas entretenidas, distraídas y dóciles, mientras el poder se ejercía sin resistencia. El circo romano no solo ofrecía espectáculos sangrientos de gladiadores y fieras, también cumplía la función política de anestesiar a una sociedad cada vez más indiferente a los asuntos públicos. Dos mil años después tenemos nuestra versión tropicalizada: un programa televisivo donde millones de mexicanos observan con fervor, durante horas, lo que un grupo de personas hace dentro de una casa vigilada por cámaras las 24 horas.

EL FENÓMENO DE LA FÁBRICA DE FAMOSOS

No se trata de completos desconocidos. Muchos vienen de la farándula, de telenovelas baratas, escándalos mediáticos o carreras en declive que encuentran en este encierro su segunda oportunidad. Y, sin embargo, la fórmula funciona. Lo asombroso no es la “hazaña” de los participantes, sino la paciencia de quienes dedican tiempo y energía a seguir lo que desayunan, con quién discuten o cómo matan las horas.

Al final, el programa convierte lo irrelevante en espectáculo. Y lo que debería ser visto como una anécdota frívola se transforma en fenómeno cultural de masas.

EL NUEVO ÍDOLO INSTANTÁNEO

El año pasado, un travesti surgido de ese encierro fue encumbrado como una de las figuras más influyentes en el país. No por su talento, ni por su obra, ni por alguna aportación valiosa a la humanidad, sino porque las cámaras lo fabricaron como personaje. La normalización de estos “influencers de ocasión” revela hasta qué punto la sociedad se deja arrastrar por el espectáculo de la nada.

Con todo respeto para quienes disfrutan de esas transmisiones —y siempre hay un familiar o un amigo que lo hace— alguien tiene que decirlo. Aunque caiga mal. Porque callar es aceptar que lo trivial se vuelva referente, que lo vulgar se disfrace de cultura y que lo mediocre se instale como aspiración.

DE BAD BUNNY AL PLÁTANO PEGADO EN LA PARED

No es un caso aislado. Ahí está Bad Bunny, elevado a la categoría de artista mundial cuando su “aporte” es la vulgarización de lo creativo, un despojo de contenido que se celebra como si fuera innovación. O el arte contemporáneo convertido en una burla: un plátano pegado con masking tape a la pared, vendido en millones de dólares. Lo inaceptable no es que existan esas expresiones, sino que se aplaudan y se conviertan en modelo aspiracional.

Las letras de Bad Bunny son un ejemplo claro de cómo el éxito comercial no siempre va acompañado de calidad artística. Sus letras, plagadas de vulgaridades, reducen la música a un escaparate de obscenidad y banalidad. Basta escuchar frases como “Si tu novio no te mama el culo, pa’ eso que no mame” o “Yo perreo sola” para entender cómo normaliza la sexualización burda y la grosería disfrazada de rebeldía. La música urbana puede ser contestataria y poética —como lo fue en sus orígenes el rap—, pero en su versión más comercial se ha convertido en un altavoz de la vulgaridad, que lejos de elevar a su público, lo acostumbra a la mediocridad de lo vulgar como si fuera lo normal.

El arte contemporáneo, en su afán por romper moldes, muchas veces ha caído en el ridículo de la provocación vacía: una cama deshecha convertida en “instalación” o un excusado presentado como escultura. Estos excesos no son más que el culto a la ocurrencia, donde el valor ya no reside en la obra sino en el marketing que la rodea. Así, se confunde la creatividad con el escándalo y se sustituye el talento por la extravagancia, degradando la experiencia estética en un espectáculo superficial que legitima cualquier ocurrencia como “genialidad”.

LA MEDIOCRIDAD

Este tipo de fenómenos no dicen tanto de quienes están dentro de la casa, sino de quienes estamos afuera. Es la proyección de nuestra propia mediocridad, la fascinación con lo intrascendente y la complacencia con lo vulgar. La banalidad se convierte en retrato colectivo. Mientras observamos con morbo a esos personajes, dejamos de mirar lo que realmente importa —la violencia, la pobreza, la corrupción—.

EL NUEVO CIRCO DEL PODER

No olvidemos que el entretenimiento frívolo cumple también una función política. Una sociedad anestesiada con horas de programas basura es más fácil de manipular, menos exigente con quienes gobiernan y más dócil a los discursos populistas. El pan y el circo de nuestro tiempo ya no está en los coliseos, sino en las pantallas.

UN EXPERIMENTO DESPERDICIADO

Podría ser distinto. Si el reality encerrara a escritores, científicos o pensadores, quizá aprenderíamos algo de sus debates y reflexiones. Sería un experimento social genuinamente interesante. Pero lo que tenemos es la exaltación de lo trivial, un culto a la vacuidad que disfrazamos de entretenimiento.

Y la pregunta final no es qué hacen los de adentro, sino qué dejamos de hacer los de afuera. Porque mientras el país se juega su destino, millones se conforman con mirar, desde la comodidad de su sillón, a los inquilinos de la casa de los babosos.

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