A Estribor / Juan Carlos Cal y Mayor

La historia como campo de batalla

El intento de modificar el escudo de Chiapas no es una iniciativa local ni un gesto de humanismo ni sensibilidad cultural, como se pretende hacer creer. Lo están haciendo en otros estados de la república con el mismo fin. Forma parte de una estrategia programática impulsada desde el poder central, que busca reconfigurar los símbolos, la memoria y la identidad nacional bajo una narrativa ideológica. No se trata de un ejercicio de revisión histórica, sino de una operación política de resignificación, cuyo objetivo es despojar al pasado de su raíz occidental y sustituirla por un relato moralmente conveniente.

GRAMSCI Y LA CONQUISTA CULTURAL

Antonio Gramsci, uno de los pensadores más influyentes de la izquierda del siglo XX, sostenía que antes de conquistar el poder político, era necesario ganar la batalla cultural. Ese principio sigue vigente: para consolidar una hegemonía, hay que dominar el relato del pasado, moldear la conciencia colectiva y redefinir el sentido común. Por eso el revisionismo histórico se ha convertido en la herramienta favorita de los gobiernos populistas: controlar la historia es controlar la legitimidad del presente.

EL GUIÓN DE LOS REGÍMENES POPULISTAS

En Argentina, el kirchnerismo creó un instituto de revisionismo histórico para reinterpretar los héroes nacionales según su propio guion ideológico. En Chile, las leyes de “memoria” se usan para fijar una verdad oficial sobre la dictadura. En Bolivia y Ecuador, el discurso del “Estado plurinacional” reescribió la Conquista como un trauma originario que justifica el poder de las nuevas élites. Y en México, la autodenominada Cuarta Transformación ha hecho de la “descolonización del pensamiento” una consigna política: se cambian monumentos, libros de texto, símbolos y hasta las fechas conmemorativas, no para entender la historia, sino para reemplazarla por un relato emocional y revanchista.

CHIAPAS EN EL MISMO LIBRETO

Chiapas no escapa a esa lógica. La iniciativa de modificar su escudo repite el mismo patrón: acusar al símbolo de “colonial”, convocar a una “revisión participativa” y, finalmente, imponer una versión “más incluyente” que responde a la narrativa oficial. Pero el trasfondo no es identitario, sino ideológico. Lo que se busca es romper los vínculos con la tradición occidental judeocristiana y grecorromana, que constituyen el cimiento moral y cultural de nuestra civilización. En su lugar, se promueve una idealización romántica de los pueblos originarios, presentados como depositarios de una pureza ética perdida, mientras se demoniza todo lo que proviene de Europa o del cristianismo.

EL PELIGRO DE LA HISTORIA MORALIZADA

Ese revisionismo moralizante pretende redimir la historia a fuerza de borrar sus matices. El resultado no es una comprensión más justa del pasado, sino una versión empobrecida y maniquea: buenos y malos, víctimas y opresores. El problema es que quien asume el poder de reinterpretar el pasado termina creyéndose dueño de la verdad, y esa es la antesala del autoritarismo.

ENTRE RAÍCES Y MITOS

En el fondo, se trata de una lucha por el sentido. Renegar de nuestras raíces no hace más libre a un pueblo: lo desarraiga. La cultura occidental, con todos sus errores, es la que nos legó la noción de libertad, de justicia y de dignidad humana. Pretender sustituirla por mitologías políticas solo conduce al extravío.

El escudo de Chiapas —como toda heráldica— no es una reliquia colonial que deba purgarse, sino un testimonio de nuestra historia mestiza, de la fusión de mundos que nos dio origen. Cambiarlo no nos hará más diversos ni más justos; solo más vulnerables ante la manipulación de quienes, bajo el pretexto de “descolonizar”, buscan recolonizar las conciencias con un discurso oficialista.

LA VERDADERA LIBERTAD CULTURAL

La verdadera libertad cultural no consiste en negar de dónde venimos, sino en reconciliarnos con lo que somos: fruto de una civilización que, pese a sus sombras, nos enseñó a pensar, a creer y a debatir. La historia no se corrige con borradores ni con decretos, sino con verdad. Y esa verdad —como toda herencia viva— no se reinventa: se comprende.

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