La corona que no se ve
¿Saben qué es lo más lamentable de todo? Que algunos reniegan de la corona, pero se siguen comportándo como súbditos. Se ha decidido cambiar el escudo de Chiapas para borrar la corona que lo remata, como si ese gesto nos emancipara de un pasado de dominación. Pero la verdadera monarquía sigue aquí, viva, disfrazada. No la encarna un rey con cetro y trono, sino el gobernante en turno investido de poderes casi absolutos, rodeado de cortesanos que aplauden a cambio de prevendas, de vasallos que callan por temor y de un pueblo al que se mantiene dócil a cambio de programas sociales.
LA MONARQUÍA REPUBLICANA
En Chiapas no hay república: hay un reinado sexenal. Cada gobernador llega como si el Estado empezara con él. Se cambian los símbolos, los nombres de los programas y hasta los colores oficiales, pero no las formas de gobernar. Se destruye lo anterior con la misma ligereza con la que se reparten favores. El nuevo monarca jura lealtad al pueblo, pero pronto el pueblo termina jurándole lealtad a él. Todo se subordina al soberano y a su corte. Se finge división de poderes, pero el Legislativo obedece y los órganos “autónomos” se disciplinan.
FARSA POLÍTICA
El cambio de escudo se presenta como un acto de liberación simbólica, pero en realidad es una farsa política. Quitarle la corona al emblema no nos hace más libres, solo más complacientes con el nuevo absolutismo. Los programas sociales se usan como instrumentos de control, no de justicia. Son la nueva versión del tributo: quien recibe, agradece; quien agradece, obedece. La dádiva reemplaza al derecho, y el miedo a perderla mantiene a millones de chiapanecos bajo la voluntad del poder. La pobreza, bien administrada, se convierte en una fuente inagotable de obediencia.
LA CORTE Y LOS CORTESANOS
El gobernante no reina solo. Tiene su corte: diputados que legislan lo que les ordenan, presidentes municipales que compiten por ser vistos, y funcionarios que se disputan el favor real. Las decisiones se toman por capricho o conveniencia, no por convicción. Los proyectos públicos se diseñan pensando en la próxima elección, no en la próxima generación. Así, el Estado se convierte en botín y la administración en teatro: todo se simula, desde la democracia hasta la transparencia.
EL TEATRO DE LA DEMOCRACIA
El pueblo vota, pero no elige. Participa, pero no decide. Las elecciones son la ceremonia cortesana del siglo XXI: cambian los rostros, pero no el sistema. Y mientras los discursos oficiales hablan de justicia social, el poder concentra más privilegios y menos escrutinio. La monarquía moderna no necesita coronas ni tronos: le basta con un aparato de propaganda, una mayoría legislativa y un presupuesto para comprar voluntades. Así se gobierna Chiapas, con la misma estructura feudal de siempre, solo que adornada con palabras nuevas: transformación, humanismo, descolonización. Lo más vergonzante no es la adulación al poder, sino su eterna rotación. Los mismos que hoy lo ensalzan serán los primeros en desconocerlo mañana, para rendirle pleitesía al siguiente.
DE SÍMBOLOS Y SIMULACIONES
El verdadero problema no es el escudo, sino lo que representa. Quitar la corona no elimina el sometimiento; apenas lo disfraza. Cambiar los símbolos sin cambiar las prácticas es como pintar una casa en ruinas: luce bien en la foto, pero se desmorona al primer temblor. El pueblo chiapaneco merece respeto, no manipulación simbólica. Porque la historia no se corrige borrándola, sino entendiéndola. Y no hay peor colonia que la que se impone desde dentro, cuando el poder decide qué debemos recordar y qué debemos olvidar.
EL ESCUDO VERDADERO
La heráldica nació en Alemania como un lenguaje visual y de ahí se extendió por toda Europa. Los leones son de África, no de España, los castillos de Francia y las coronas adoptaron distintos significados según el contexto. España también las asimiló, no como emblema de sometimiento, sino como expresión que conformó su identidad. Su presencia en los escudos coloniales fue más un signo de pertenencia cultural que de dominación política.
La corona no es símbolo exclusivo de las monarquías. Puede ser de espinas, como la de Cristo, o de flores, como las que en Chiapas colocamos a quienes cumplen su santo. Representa el mérito, la fe o la celebración de la vida. En ese sentido, quitarla del escudo sería como negar nuestra historia compartida, que no se impuso por decreto, sino que floreció con el tiempo en el alma de nuestro pueblo
El verdadero escudo de Chiapas no necesita rediseñarse: necesita defenderse. Representa una historia compleja, con raíces hispánicas, indígenas y mestizas que no se borran por decreto. La corona que quieren eliminar no simboliza dominación, sino herencia. Lo que sí debería preocuparnos es la corona invisible que sigue en la cabeza del poder, esa que nadie se atreve a cuestionar. Porque de nada sirve borrar una corona del escudo si seguimos inclinando la cabeza ante la del poder en turno.