A Estribor / Juan Carlos Cal y Mayor

No fuimos colonia

Es un error —histórico, político y jurídico— llamar “colonia” a la Nueva España. Sin embargo, el término se repite desde hace más de un siglo en libros de texto y discursos oficiales, como si fuéramos hijos de un pasado de sometimiento. Pero la verdad es otra, y los documentos de la época lo prueban: la Nueva España no fue una colonia, sino un reino integrante de la Monarquía Hispánica, con leyes, instituciones y ciudadanía propias. Es un error —histórico, político y jurídico— llamar “colonia” a la Nueva España. Por eso la estatua de Moctezuma se encuentra en el Palacio Real de Madrid, no como símbolo de conquista, sino como monarca reconocido de un reino que se incorporó a la Monarquía Hispánica. La Nueva España fue parte de España, no su colonia.

Los títulos nobiliarios de los descendientes de Moctezuma fueron efectivamente reconocidos y respetados por la Corona española, en cumplimiento del acuerdo verbal y tácito que Hernán Cortés sostuvo con el emperador mexica. Recibieron mercedes, encomiendas y pensiones vitalicias. Algunos incluso ocuparon cargos en el virreinato y en la península, preservando su linaje con orgullo.

El ejemplo más claro es el título de “Conde de Moctezuma”, otorgado por Felipe IV en 1627 a Pedro Tesifón de Moctezuma y de la Cueva, descendiente directo del tlatoani. Con el tiempo, el título se elevó a “Duque de Moctezuma de Tultengo”, y se integró al sistema nobiliario español con todos sus derechos. Aún hoy existe —actualmente lo ostenta la Casa de Moctezuma de Tultengo, reconocida oficialmente por el Reino de España.

UN REINO, NO UNA COLONIA

Desde el siglo XVI, el derecho castellano y las Leyes de Indias reconocieron a los territorios americanos como reinos bajo la Corona de Castilla. El rey no era “soberano de colonias”, sino Rey de Castilla, de León, de Aragón, de las Indias, islas y tierra firme del Mar Océano. Los habitantes de América —españoles, indígenas y mestizos— eran sus vasallos legítimos, no súbditos de una potencia extranjera. Por eso, los virreyes no eran gobernadores coloniales, sino representantes del monarca en territorios jurídicamente equiparables a los de la península.

A diferencia de los imperios inglés o francés, donde las colonias eran explotadas por compañías privadas, el sistema español fue estatal, e incluso eclesiástico. La Corona financió la fundación de ciudades, universidades, hospitales y obras públicas. La actual Universidad de México se estableció apenas dieciséis años después de la conquista, y los pueblos indígenas conservaron su propia jurisdicción en los cabildos y repúblicas de indios.

EL ENGAÑO DEL LENGUAJE

Llamar “colonia” a la Nueva España fue una invención del siglo XIX. Los liberales mexicanos, formados en la tradición francesa, adoptaron ese término para desacreditar todo lo hispánico y justificar la ruptura con España. Así se sembró una narrativa de emancipación frente a un supuesto “yugo colonial” que, en realidad, nunca existió como tal. El virreinato fue un régimen de integración —con jerarquías, sí, pero también con movilidad social y mestizaje— que dio origen a nuestra identidad actual.

El propio Vicente Guerrero, uno de los héroes insurgentes, lo comprendió: calificó de “infame idea” llamar colonia a la Nueva España. Y tenía razón. Reducir tres siglos de civilización, leyes y cultura a una relación de dominación es una injusticia histórica y una falsificación conceptual. Su razonamiento era que los habitantes de estas tierras no eran súbditos coloniales, sino vasallos de un mismo rey, con leyes propias y representación en el Consejo de Indias.

NUESTRA VERDADERA HERENCIA

Se que es difícil de aceptar, pero no fuimos colonizados: fuimos parte de una monarquía católica y mestiza que unió dos mundos en un solo destino. De ella heredamos el idioma, la fe, el derecho y las instituciones que todavía nos rigen. Negar esa raíz no nos libera; nos desarraiga. Por eso, cuando algunos hablan de “descolonizar el pensamiento”, lo que en realidad proponen es amputar la mitad de nuestra historia.

Si queremos entender quiénes somos, debemos empezar por decir las cosas por su nombre. Y la Nueva España no fue una colonia. Fue el cimiento político, jurídico y cultural de lo que hoy somos: una nación con raíces europeas e indígenas, hija legítima de una historia compartida, no de una conquista perpetua.

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