A Estribor / Juan Carlos Cal y Mayor

Abdicación

Apenas se había recuperado la paz en Chiapas, y con ella la sensación de poder transitar libremente sin miedo, cuando volvieron a aparecer los bloqueos. Sectores de la sociedad que se saben visibles y capaces de ejercer presión salieron nuevamente a las calles, afectando derechos de terceros y generando el caos vehicular en la capital y otras ciudades del estado. Parecía que esa etapa había quedado atrás. Se había prometido diálogo, mediación y mecanismos institucionales para desactivar conflictos sin llegar a la parálisis. Pero el espejismo duró poco.

La protesta de las madres buscadoras fue el punto de quiebre. Nadie discute la legitimidad de su causa, pero bloquear el libramiento norte —una de las principales arterias de Tuxtla— fue la gota que derramó el vaso. Lo peor es que la respuesta del gobierno no fue aplicar la ley, sino ceder ante la presión mediática. En lugar de despejar la vía, enviaron al fiscal a dialogar sobre el pavimento, después el alcalde y ahí, sobre el asfalto caliente, se instaló la escena simbólica de un poder que renuncia a ejercer el orden por temor a parecer autoritario.

ENTRE LA IMAGEN Y LA AUTORIDAD

En este tipo de episodios se revela el dilema más grave de los gobiernos contemporáneos: cuidar la imagen o preservar la autoridad. Si el afán de no ser tildados de represores lleva a abdicar del estado de derecho, se pierde el principio básico de gobernabilidad. Las decisiones no pueden supeditarse al trending topic ni al temor de la crítica. Gobernar es asumir costos, no evitarlos. Un gobierno que empieza cediendo, termina rehén de sus propios temores.

En Chiapas, apenas se había logrado una recuperación relativa de la confianza ciudadana. La presencia policial en las carreteras, el control de zonas conflictivas y la disminución de enfrentamientos daban señales de estabilidad. Eso permitió reactivar el comercio, la inversión y el turismo. La certidumbre, más que los programas o los discursos, es el verdadero motor del desarrollo. Pero basta un gesto de debilidad para que regresen los viejos fantasmas del desorden.

Y no se había resuelto aún el tema de las madres buscadoras cuando los conductores de Didi paralizaron la zona poniente, a la altura de Plaza Las Américas. Apenas unos días antes, se había implementado un operativo —según los propios policías, conforme a la ley— que irrumpió en contra de cientos de vehículos. Pero la firmeza duró poco: la ley se guardó en la gaveta y se transformó en minuta de acuerdos. Al final se dio una especie de liberación del transporte para que los concecionarios de taxis, también operen como Didis. Una vez más, el humanismo se interimpuso a la legalidad, y con ello se envió el mensaje de que la norma puede doblarse si la presión es suficiente.

EL EFECTO DOMINÓ

Cada vez que el gobierno tolera un bloqueo o una toma, manda un mensaje peligroso: que la presión callejera funciona. Lo vimos antes, y siempre termina igual: otros grupos aprovechan el precedente para exigir atención mediante el chantaje público. Y así, los conflictos se multiplican, la autoridad se diluye y el ciudadano común —que solo quiere trabajar y vivir en paz— paga las consecuencias. No hay economía que resista un clima de incertidumbre constante.

No se trata de reprimir ni de negar el derecho a manifestarse, sino de hacer valer el derecho de todos a circular libremente. El diálogo debe ser el primer recurso, pero el orden tiene que ser la línea que no se cruza. Si el poder público no puede garantizar eso, todo lo demás —inversiones, empleos, desarrollo— se vuelve una quimera.

ENTRE EL RESPETO Y EL MIEDO

El respeto no se impone por la fuerza, pero tampoco se gana con miedo. Un gobierno respetado es aquel que sabe escuchar, pero también sabe decidir. Si cada conflicto se resuelve con concesiones improvisadas, pronto nadie creerá en su autoridad. Gobernar implica, a veces, decir no. Y hacerlo con firmeza y serenidad, sin perder la legitimidad ni la empatía.

Si el gobierno quiere consolidarse, debe trazar una línea clara entre la prudencia y la debilidad. Porque cuando el poder se inhibe de ejercer el derecho por miedo a parecer duro, en realidad ya ha comenzado a perderlo. Y Chiapas, que tanto ha pagado por sus ciclos de ingobernabilidad, no puede volver a ese punto.

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