A Estribor / Juan Carlos Cal y Mayor

El silencio como política de Estado

Nada teme más un gobierno autoritario que la palabra libre. En Cuba, la revolución que prometió liberar al pueblo comenzó cerrando los periódicos y nacionalizando las radiodifusoras. Hoy solo queda el Granma, un periódico del gobierno, ausente de la más mínima crítica.

En Venezuela, Hugo Chávez perfeccionó el modelo: clausuró RCTV, acosó a Globovisión hasta apropiárselo, persiguió a periodistas y los obligó al exilio, y transformó la televisión pública en una maquinaria de propaganda cuyo programa estelar era Aló Presidente, un ejercicio en el que Chávez hablaba durante horas, como ocurre ahora con la mañanera.

El socialismo del siglo XXI entendió pronto que el control del relato vale más que el control de la economía. No hay casualidades: en México, el guion se repite con la misma intención.

DEL MICRÓFONO AL ADOCTRINAMIENTO

Bajo el discurso de “democratizar los medios”, el poder presidencial ha concentrado su influencia en canales, periódicos y portales afines. Se reparte la publicidad oficial como botín político, premiando la obediencia y castigando la crítica.

Medios como La Jornada reciben contratos multimillonarios mientras Reforma y otros medios independientes son marginados. La libertad de expresión se condiciona a la lealtad, y el dinero público se convierte en herramienta de sumisión.

EL NUEVO ENEMIGO

Ahora el blanco es TV Azteca y Ricardo Salinas Pliego. El diferendo fiscal no es sino el pretexto para acallar a quien conserva un micrófono propio. No es justicia, es advertencia: “quien no se alinea, se atiene a las consecuencias”.

Así lo hizo Cuba con los opositores tildados de “mercenarios del imperio” y Chávez con los periodistas que se atrevieron a denunciar la corrupción bolivariana. Cuando el poder se siente infalible, necesita fabricar enemigos internos para justificar su control.

PERIODISTAS BAJO FUEGO

México es hoy uno de los países más peligrosos del mundo para ejercer el periodismo. En lo que va del sexenio anterior y en lo que transcurre de éste, han sido asesinados o censurados decenas de comunicadores; muchos más viven bajo amenaza o en el exilio.
El periodismo se ha convertido en una extensión de la propaganda oficial. Solo existe la versión del gobierno. La crítica sobrevive en pequeños reductos que no hacen daño, para que puedan decir que hay libertad de expresión y además se ufanen de ello.

EL ATAQUE AD HOMINEM COMO DOCTRINA

El discurso oficial no rebate ideas: destruye reputaciones. A falta de argumentos, se desacredita al mensajero. Esa práctica se ha institucionalizado en el circo de la mañanera, donde cada día se designan villanos, se insultan periodistas, se miente sin pudor y se manipula la opinión pública. Al unísono, todo el aparato de las redes sociales multiplica el relato, y los feligreses lo repiten como si fuera “palabra de Dios”.

Lo mismo ocurre con artistas y figuras populares que no comulgan con el régimen. Bandas como Molotov o el vocalista de Café Tacvba han sido objeto de ataques por expresar inconformidad o ironía. La maquinaria de propaganda no busca convencer: busca escarmentar. Y detrás de cada descalificación hay un ejército de opinadores, bots y voceros financiados con dinero público, listos para linchar a cualquiera que no se someta a la narrativa oficial.

HIPNOTIZADOS

Lo más inquietante no es el poder que censura, sino el pueblo que aplaude la censura. En redes, los seguidores del régimen celebran cada embestida contra los medios independientes, repiten consignas y reclaman que se cierren voces disidentes, igual que en los mítines del nazismo, donde millones gritaban sin saber que estaban sellando su propio silencio.

El populismo no necesita mordazas: le basta con hipnotizar a las multitudes.

EL AGUA QUE HIERVE

Cuando el poder logra que solo se escuche su voz, la nación deja de mirarse a sí misma. Sin crítica no hay corrección; sin pluralidad no hay democracia. Cuba vive desde hace décadas bajo un silencio planificado. Venezuela agoniza entre la propaganda, el éxodo y la ruina. México aún conserva resquicios de prensa libre, pero el fuego ya está encendido.

Y como la rana que no advierte que el agua va hirviendo hasta que muere, el país corre el riesgo de acostumbrarse al calor del autoritarismo… hasta que sea demasiado tarde para saltar.

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