La María Antonieta de Palacio
Hay épocas en que el poder pierde contacto con la realidad. La historia está llena de reyes, emperadores y presidentes que confundieron el aplauso de la corte con el amor del pueblo. En México, esa historia vuelve a escribirse con otro acento y otro decorado, pero con la misma trama: la de una dirigente que, desde su propio palacio, parece convencida de que el país marcha feliz, agradecido y en paz.
CLAUDIA Y LA CORTE DE LOS APLAUSOS
A María Antonieta la rodeaban aduladores que jamás la contradecían. Se lo festejaban todo. Hasta que un día, el pueblo francés le pidió pan y ella —según la leyenda— respondió que comieran pastel. No por crueldad, sino por desconexión. Por vivir en un mundo donde el hambre era una estadística y el lujo, una rutina.
A Claudia Sheinbaum le ocurre algo parecido. Su corte no usa pelucas empolvadas, pero vive también en un palacio donde se celebra el relato oficial y se disimula la realidad. Nadie le lleva malas noticias, todos repiten el guion del progreso, la equidad y la felicidad nacional. Afuera, la inseguridad crece, los hospitales colapsan y la pobreza se disfraza de bienestar con tarjetas y discursos.
EL PAÍS DE LOS PASTELES
El poder ha vuelto a producir su propio Versalles tropical. Un lugar donde las cifras se corrigen para que cuadren con el ánimo, donde el fracaso se maquilla con propaganda y la crisis se resuelve con mañaneras. Y cuando alguien cuestiona, se le acusa de traidor, de fifí o de enemigo del pueblo.
Los pasteles del siglo XXI no se hornean con harina, sino con palabras: “Ya no hay corrupción”, “el sistema de salud es como el danés”, “nunca habíamos estado mejor”. Es la repostería política del autoengaño. Dulce para la élite, indigesta para el pueblo.
LA DESCONEXIÓN DEL PODER
María Antonieta fue víctima de su propio espejismo. Creyó que el lujo era una forma de gobernar, y el silencio de su entorno, una forma de aprobación. Lo mismo ocurre cuando un gobierno se rodea de incondicionales, de especialistas en aplaudir. El poder se vuelve espejo, y en el reflejo solo se ve a sí mismo.
La presidenta parece caminar sobre alfombras de datos triunfales mientras el país pisa tierra agrietada. La gente busca empleo, salud y seguridad, y desde el podio se les ofrecen estadísticas, historietas y culpables. Se gobierna con consignas cuando se agota la capacidad de gobernar con hechos.
EL MOMENTO DE MIRAR HACIA ABAJO
Cuando la realidad no cabe en el discurso, es el discurso el que empieza a romperse. Así le ocurrió a la monarquía francesa antes de la tormenta. Y la lección sigue vigente: ningún poder que desprecie la realidad sobrevive a su propia ficción.
México no necesita una reina ilustrada ni una emperatriz con toga de científica. Necesita una gobernante que escuche, que dude, que se dé cuenta que está rodeada de aduladores. Porque el país no se gobierna con decretos ni sonrisas televisadas, sino con decisiones que tengan consecuencias reales.
La historia de María Antonieta, terminó bajo la guillotina. La nuestra, esperemos, no bajo la indiferencia. Pero el aviso está ahí, latiendo entre el ruido y la soberbia: el pueblo puede perdonar el error, pero no la desconexión con la realidad.








