A Estribor / Juan Carlos Cal y Mayor

Queso que no es queso

En el campo mexicano, producir leche se ha vuelto un oficio de resistencia. Mientras los pequeños ganaderos ordeñan cada mañana menos de cien litros que venden a precios irrisorios, la industria quesera se abastece cada vez más de leche en polvo importada. El resultado: un mercado que se sostiene en un artificio, donde los productores nacionales pierden y el consumidor rara vez sabe lo que realmente está comprando.

LA INVASIÓN DEL POLVO

México es hoy el principal cliente mundial de leche en polvo descremada de Estados Unidos. Solo en 2024 importó unas 270 mil toneladas, y en 2025 se prevé un incremento del 13%, para alcanzar alrededor de 279 mil toneladas de consumo total. El precio internacional del polvo oscila entre 2.75 y 3.20 dólares por kilo, mucho más barato que la leche fresca producida en el país. Para una quesería, la tentación es clara: reconstituir polvo con agua en lugar de comprarle a un productor local.

De esa dinámica surgen las fórmulas que hoy dominan el mercado: quesos hechos con 70% leche en polvo y apenas 30% de leche fresca, productos más económicos en apariencia, pero que ponen contra la pared al pequeño ganadero mexicano.

ETIQUETAS TRAMPOSAS

La NOM-223 establece con claridad que solo puede llamarse “queso” lo que se elabora con leche. Si se incorporan grasas vegetales o sustitutos, debe etiquetarse como “producto lácteo combinado” o “imitación”. Sin embargo, en los anaqueles abunda la simulación: envases que dicen “queso tipo manchego” o “producto lácteo” con letras engañosas que confunden al consumidor.

EL PRODUCTOR ARRINCONADO

Según datos del SIAP, el precio medio rural de la leche fresca ronda los 9 pesos por litro, pero a muchos pequeños ganaderos apenas les pagan entre 7 y 8 pesos, con lo que difícilmente cubren sus costos. Mientras tanto, el precio social de Liconsa al público se mantiene en los 7.50 pesos, cifra que suele confundirse con lo que recibe el productor. La realidad es que ordeñar menos de 100 litros diarios se ha vuelto casi incosteable.

En Chiapas, la paradoja es todavía más dura: el estado produce hasta 430 millones de litros al año, ubicándose entre los diez primeros del país. Pero esa producción no compite en precio con las más de 270 mil toneladas de polvo importado, que se reconstituye y termina sustituyendo la leche fresca. Para el consumidor la diferencia es invisible; para el productor local, significa enfrentarse a una competencia artificial que lo expulsa del mercado.

COCA-COLA: MÁS CARA Y MENOS NUTRITIVA

El contraste es demoledor. Una Coca-Cola de 600 ml cuesta alrededor de 20 pesos, lo que equivale a 33 pesos por litro, y solo aporta calorías vacías. En cambio, un litro de leche fresca cuesta al productor entre 7.50 y 9 pesos, y ofrece proteínas, calcio, vitaminas y minerales esenciales. Dicho de otra forma: el refresco cuesta cuatro veces más por litro y nutre infinitamente menos.

UN PROBLEMA DE SALUD PÚBLICA

Además, ll consumo desmedido de refrescos en comunidades indígenas no es un tema anecdótico, sino una emergencia de salud. A corto plazo, provoca caries tempranas, problemas digestivos y desnutrición encubierta. A mediano plazo, deriva en la epidemia de diabetes tipo 2 que avanza con especial crudeza en regiones como Los Altos de Chiapas. Allí, médicos reportan que adultos de apenas 30 o 40 años ya presentan complicaciones renales y neuropatías que antes se veían en edades mucho mayores.

La paradoja es brutal: comunidades con altos índices de pobreza pagan caro por un producto que enferma más de lo que alimenta.

CARNE BARATA, CAMPO CARO

En 2023 México abrió la puerta a las importaciones de carne brasileña, producida con costos mucho más bajos. Solo en agosto de 2025 el país recibió más de 10 mil toneladas, convirtiéndose en el segundo destino de esa nación. La competencia es desleal: mientras aquí los ganaderos enfrentan costos crecientes de insumos y medicamentos, los supermercados reciben carne importada más barata.

LA OTRA HERIDA: EL MAÍZ SIN GARANTÍA

La crisis del campo no termina en la leche ni en la carne. En 2023 y 2024, la negativa del gobierno federal a pagar precios de garantía justos para el maíz desató protestas y bloqueos carreteros en Sonora, Sinaloa, Tamaulipas, Chihuahua y Veracruz. Los productores esperaban un precio de entre 7,000 y 7,500 pesos por tonelada, pero la autoridad insistió en pagar menos de 5,500, obligando a miles de agricultores a vender por debajo de sus costos de producción.

Fue un mensaje claro: ni el maíz —base de la dieta mexicana y columna vertebral de la economía rural— encuentra hoy certidumbre. Si el Estado renuncia a dar orden y reglas claras en el cultivo más estratégico del país, ¿qué puede esperar entonces un pequeño productor de leche que compite contra barcos llenos de polvo importado?

UNA POLÍTICA PENDIENTE

El debate no es si debemos abrirnos al comercio internacional, sino bajo qué reglas. No se trata de aislar al mercado, sino de poner piso parejo. Que el queso que no es queso se venda como lo que es; que la leche fresca tenga prioridad en los programas públicos; que la carne importada cumpla los mismos estándares que se exigen al ganadero local; que el maíz reciba precios que no condenen al productor a la bancarrota.

Lo que hoy falta —y urge— es una política que proteja a los pequeños productores, ordene el mercado, vigile el etiquetado y frene la sustitución masiva de la producción nacional por importaciones baratas. Sin esa visión estratégica, el campo mexicano seguirá perdiendo terreno, mientras ganaderos y agricultores pagan un costo que el consumidor nunca ve… pero termina resintiendo.

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