La invención del enemigo
Carl Schmitt advirtió que toda política —y especialmente toda política populista— tiende a organizarse alrededor de una línea divisoria esencial: amigo / enemigo. No como metáfora, sino como forma de identidad. En esa lógica, el líder no gobierna: designa adversarios, define un relato de confrontación y construye cohesión inventando un enemigo histórico, moral y permanente.
Grandeza, el libro de López Obrador, se inscribe exactamente en esa tradición. No es un tratado de historia: es la fabricación de un enemigo civilizatorio.
Y, como todo enemigo inventado, sirve para explicar todos los males, absolver todas las culpas y justificar todas las cruzadas políticas del presente.
DEL BUEN SALVAJE AL MALVADO CONQUISTADOR
La estructura argumental del libro reproduce —con celo casi catequético— el mito que Carlos Rangel desmanteló en Del buen salvaje al buen revolucionario: el indígena como encarnación de la bondad natural, pacífico, igualitario, sin violencia ni pecado; y el europeo como intruso maléfico que viene a pervertir esa inocencia.
Schmitt diría que aquí está la operación política fundamental: crear un enemigo absoluto. No un adversario, sino un «otro» demonizado cuya sola existencia justifica la lucha perpetua.
De ese maniqueísmo se desprenden dos corolarios: 1. El México prehispánico es una arcadia moral. 2. La Conquista —y por extensión lo hispano, lo occidental, lo mestizo— es el origen de todo mal.
Para sostener esa dualidad, Grandeza necesita borrar o negar la evidencia: sacrificios humanos, guerras floridas, sistemas tributarios opresivos, antropofagia ritual, conflictos internos. Nada de eso puede existir, porque el “buen salvaje” no puede fallar. Rangel lo explicó de manera magistral: el mito del indígena perfecto es funcional a la política, no a la historia.
EL ENEMIGO COMO FUNDAMENTO
Al definir a lo español como enemigo permanente, el libro levanta una frontera emocional que organiza la política del presente. La lógica schmittiana aparece con claridad: Nosotros: el “pueblo bueno”, herederos de la pureza originaria. Ellos: los descendientes simbólicos del conquistador, la élite “colonizada”, la cultura occidental que hay que desactivar o expulsar.
La política deja de ser gestión pública y se vuelve cruzada moral. Se gobierna no desde la propuesta, sino desde la denuncia. Schmitt lo advertía: el poder necesita un enemigo para mantener su cohesión interna. Por eso Grandeza no es un libro aislado, sino un instrumento discursivo que define al adversario eterno: la “herencia española”, el “colonialismo interior”, el “mestizaje corrompido”.
REINGENIERÍA SIMBÓLICA: MOVER LAS FRONTERAS DEL ENEMIGO
Y aquí es donde el análisis encuentra su correlato más evidente: el intento de cambiar el escudo de Chiapas. No es un capricho estético: es una batalla simbólica consecuencia directa del relato amigo/enemigo.
Si lo español es el enemigo, su presencia en los símbolos debe ser eliminada. Si lo indígena es el bien originario, toda iconografía debe purificarse. Si la historia no encaja, se reescribe.
Aquí reaparece la endofobia diagnosticada por Samuel Ramos: el rechazo hacia la propia identidad cuando ella no se ajusta al mito. Y reaparece, por supuesto, la funcionalidad política: mover símbolos no cuesta nada, pero genera adhesión emocional. El escudo, que narra un origen mestizo, complejo y documentado, estorba al nuevo dogma. No porque oprima, sino porque contradice la fábula del enemigo inventado.
CUANDO LA HISTORIA SE USA COMO ARMA
Toda identidad política que necesita enemigos permanentes termina fabricándolos. Grandeza convierte la historia en trincheras y al pasado en munición. No interesa la verdad histórica; interesa la utilidad política. Por eso niega lo que no conviene, exalta lo que sirve y simplifica lo que debería complejizarse.
Carl Schmitt lo diría sin rodeos: “La política se construye sobre la distinción entre amigo y enemigo.” Pero los pueblos no pueden construir su identidad sobre esa lógica sin degradarse. La cultura, la historia, la memoria y los símbolos no pueden gobernarse con la misma estrategia que una campaña electoral.
LA IDENTIDAD NO ES UNA BATALLA CULTURAL
México no es la utopía prehispánica que imagina el libro, ni el oscuro relato colonial que sirve de chivo expiatorio a cada frustración contemporánea. México es mestizo, plural, complejo, contradictorio y, precisamente por eso, fascinante.
Borrar lo hispano para preservar lo indígena es tan falso como negar lo indígena para exaltar lo hispano. No necesitamos otro enemigo inventado; necesitamos reconciliarnos con todas nuestras raíces. La verdadera grandeza no se encuentra en los mitos fundacionales, sino en la madurez histórica.
A estribor, como siempre.








