Chile y el miedo que cambió su historia
En América Latina solemos simplificar el drama chileno como un choque entre “democracia y dictadura”, como si el país hubiese caído en manos militares de manera súbita y sin razón. Pero Chile no llegó al quiebre por azar: la mayoría de los chilenos no quería convertirse en un experimento castrocomunista, y un gobierno minoritario de Allende tomó decisiones que lo llevaron a una crisis institucional sin precedentes.
ALLENDE NO FUE MAYORÍA: FUE UN ACUERDO POLÍTICO
Salvador Allende llegó a la presidencia con apenas un tercio de los votos. No ganó por mayoría popular. Dependió de un acuerdo parlamentario —principalmente con la Democracia Cristiana— para ser ratificado en nombre de la estabilidad republicana. Chile no le entregó un mandato revolucionario; le entregó una responsabilidad democrática. Sin embargo, su gobierno actuó como si hubiese recibido un cheque en blanco para transformar al país según un proyecto socialista radical.
UNA ALIANZA ABIERTA CON CASTRO
Lejos de gobernar con prudencia, Allende se alineó explícitamente con Fidel Castro. No fue un gesto simbólico: Castro recorrió Chile durante semanas, arengó a grupos radicales, presionó por la profundización del proceso y dejó claro que consideraba a Chile la próxima “vitrina socialista” del continente.
Mientras tanto, el gobierno inició una ola de estatizaciones, ocupaciones y expropiaciones que alteraron la economía y polarizaron al país. El mensaje era claro: el modelo cubano era la referencia.
EL PUNTO DE QUIEBRE: DESCONOCER A LOS OTROS PODERES DEL ESTADO
Lo más grave no fue la crisis económica, sino la institucional. En junio de 1973, la Corte Suprema de Chile envió a Allende un oficio histórico denunciando que el Ejecutivo desobedecía sistemáticamente las sentencias, creaba un “clima de ilegalidad” y anulaba fallos mediante organismos administrativos. En términos simples: acusó al Presidente de romper el Estado de Derecho.
Dos meses después, en agosto de 1973, la Cámara de Diputados —por 81 votos contra 47— declaró que Allende violaba gravemente la Constitución al: desconocer la autoridad del Congreso, no acatar resoluciones judiciales, permitir la existencia de grupos armados paralelos, e intentar sustituir la legalidad por “poder popular”.
El propio Allende respondió afirmando que el Parlamento “no representaba al pueblo”, deslegitimándolo de facto.
No se trató de un conflicto retórico: quiso gobernar al margen de las instituciones, apoyándose en cordones industriales, JAPs y “poder popular”. De haberlo logrado, Chile habría dejado de ser una democracia y se habría convertido en un régimen revolucionario con fachada legal. Ese fue el punto de no retorno.
LA SOCIEDAD DETUVO LA DERIVA CASTROCOMUNISTA
La Democracia Cristiana —que lo había llevado a La Moneda— terminó denunciándolo públicamente por “usurpar funciones constitucionales”. Fue el centro político, no la derecha, quien pidió a las Fuerzas Armadas que restauraran el orden institucional.
Ese hecho histórico es innegable: Sin la ruptura transversal de la sociedad chilena, no habría habido golpe.
La clase media, sindicatos moderados, agricultores y profesionales vieron en el “proceso revolucionario” una amenaza a su libertad y a su propiedad. Y respaldaron una salida extrema porque sentían que no quedaba ninguna otra.
EL APOYO INICIAL A PINOCHET FUE MAYORITARIO
Los hechos son testarudos: La intervención militar fue celebrada públicamente. La Junta tuvo apoyo ciudadano en sus primeros años. La Constitución de 1980 se aprobó por amplia mayoría. No era adhesión al autoritarismo: era el hartazgo del caos y el miedo a convertirse en Cuba.
UN DATO INCÓMODO PARA LA HISTORIA
A diferencia de lo que habría ocurrido si Allende concretaba su ruptura con el Congreso, Pinochet no se eternizó en el poder. En 1988 se sometió al plebiscito que él mismo había establecido.
Lo perdió por menos de un punto —50.7% contra 49.3%— y aceptó el resultado. Diez meses después convocó elecciones y entregó el gobierno.
Para entonces, Chile tenía el menor índice de pobreza de toda América Latina, fruto de un modelo económico que sentó las bases de una economía moderna, competitiva y estable que ningún gobierno posterior, de izquierda o de derecha, se atrevió a desmontar.
CUANDO LA HISTORIA SE CUENTA SIN MITOS
Para algunos, Allende era un demócrata irreprochable y Pinochet, un tirano. Pero los datos cuentan otra historia: el demócrata quiso desconocer al Congreso y a la Corte Suprema; y el tirano que terminó entregando el poder por voto popular.
Así de incómoda puede ser la realidad cuando se le quitan los fetiches.








