El sepelio de la Corte
La suerte de la Suprema Corte ya estaba echada desde que el presidente decidió enviar su iniciativa para sustituir y elegir a los jueces por voto popular. A lo que algunos acudieron el domingo pasado no fue una fiesta democrática, sino el sepelio de una institución fundamental para la República. En nombre del pueblo, se ejecutó su defunción.
DEL RESPETO A LA SUMISIÓN
Atrás quedó aquel discurso del primer año de gobierno de Andrés Manuel López Obrador, cuando prometió solemnemente que acataría las resoluciones del Poder Judicial, respetaría su autonomía y se comportaría como un auténtico demócrata. ¡Todo un republicano, el señor! Pero el gusto duró poco. Bastó que la Corte actuara con independencia para que se convirtiera en blanco de los ataques más burdos y persistentes del poder presidencial. Defender los derechos de cualquier ciudadano por encima de los abusos del poder ya era, para entonces, un acto de insubordinación.
Durante los años en que el ministro Saldívar operó como correa de transmisión entre Palacio Nacional y el máximo tribunal, el presidente estaba encantado con su funcionamiento. Pero la armonía se rompió cuando la Corte impidió su intento de reelección inconstitucional y comenzó a emitir resoluciones incómodas para su gobierno, en especial aquellas que frenaron obras como el Tren Maya, por violaciones flagrantes a las leyes ambientales: obras sin manifestaciones de impacto ambiental, con daños severos a mantos acuíferos, ecosistemas y especies protegidas. Fue, digamos, la gota que derramó el vaso.
CAMPAÑA DE DESCRÉDITO
Desde entonces, López Obrador y su horda de turiferarios se empeñaron en construir una narrativa de desprestigio contra el Poder Judicial. Acusaron a ministros de corrupción, a jueces de proteger criminales y al sistema completo de ser una herencia del viejo régimen. Pero, contra todo pronóstico, muchos de ellos resistieron: resistieron el embate, la presión, los señalamientos infames desde las mañaneras, y defendieron su papel como último resguardo de la legalidad.
El juez Juan Pablo Gómez Fierro incomodó particularmente al presidente al emitir resoluciones que frenaron varias reformas clave de su gobierno, como la Ley de la Industria Eléctrica, la Ley de Hidrocarburos y la implementación del Padrón Nacional de Usuarios de Telefonía Móvil (PANAUT), argumentando que vulneraban principios de competencia económica, protección ambiental, privacidad de datos y derechos fundamentales. Estas decisiones lo convirtieron en figura incómoda para el Ejecutivo, que incluso pidió una investigación en su contra.
Pero el presidente tenía una misión que cumplir: llevar hasta las últimas consecuencias su promesa de “mandar al diablo las instituciones”. Y vaya que lo logró. Dinamitó una a una las bases del sistema democrático mexicano: el INE, los órganos autónomos, el federalismo, y ahora, el Poder Judicial.
EL CRIMEN LEGISLATIVO
Para consumar el asalto final bastó un albazo legislativo, la presión y extorsión sobre senadores opositores que pudieron haberla frenado, y una mayoría artificial construida a partir de falacias y maniobras legaloides. No tuvieron el respaldo en las urnas, pero lo compensaron con triquiñuelas parlamentarias, chantajes políticos y la opacidad con que Morena ha operado desde sus inicios.
Así, la elección de jueces y ministros quedó en manos del voto popular, no como un ejercicio democrático auténtico, sino como una pantomima electoral al gusto del caudillo. Un método de votación tan enredado que requirió repartir “acordeones” para que los votantes no se perdieran en la selva de nombres y siglas. Eso, claro, si es que en realidad importaba por quién votaban.
UNA FARSA ORQUESTADA
La operación fue burda: los beneficiarios de programas sociales fueron movilizados como rehenes electorales; los llamados “servidores de la nación” actuaron como operadores de Morena, presentes en las sombras y en el territorio para garantizar el resultado. Fue un operativo clientelar que no buscaba legitimidad, sino obediencia.
Y todavía esperaban que los ciudadanos legitimáramos esa farsa con nuestra participación. Que la aplaudiéramos como si de verdad estuviéramos eligiendo libremente a los guardianes de la Constitución. Ahí es cuando uno se pregunta si en serio creen que somos tan ingenuos. Está bien que ellos actúen como tontos útiles, pero que no insulten nuestra inteligencia.
LA RUINA INSTITUCIONAL
Lo que se ha destruido no es cualquier cosa. Es la piedra angular de la justicia en México. Se ha vulnerado el principio de legalidad, debilitado el equilibrio entre poderes y corrompido —una vez más— la noción de soberanía popular al convertirla en instrumento de manipulación.
El sepelio de la Corte no es un hecho aislado. Es parte de un proyecto sistemático de demolición institucional, ejecutado con cinismo, desdén por la historia y desprecio por el futuro. Un poder que no admite límites no es democrático. Y un pueblo que lo permite, camina a ciegas hacia el abismo.