Algoritmos de Poder / Miguel Ángel Domínguez

La tentación de la eternidad: Reelección indefinida y los riesgos para la democracia

En El Salvador, el 31 de julio de este año, la Asamblea Legislativa aprobó una reforma constitucional exprés que abre la puerta a la reelección presidencial indefinida, amplía el mandato de cinco a seis años y elimina la segunda vuelta electoral. Este hecho, que para algunos es un triunfo de la continuidad política, para otros representa un retroceso democrático de proporciones históricas.

Como politólogo y consultor en temas de gobierno y comunicación, no me interesa reducir el debate a simpatías o antipatías hacia una figura específica. Lo que está en juego es más profundo: la esencia misma del presidencialismo democrático. Las teorías de Juan Linz, Scott Mainwaring y otros estudiosos coinciden en que el poder ejecutivo en sistemas presidenciales se caracteriza por tres elementos que deben mantenerse en equilibrio: la división de poderes, la temporalidad del mandato y la alternancia política.

Cuando uno de esos pilares se debilita, el sistema entero corre riesgo. La alternancia no es un capricho; es un mecanismo de control. La temporalidad del poder evita el personalismo y fomenta la rendición de cuentas. Y la división de poderes no es un obstáculo para gobernar, sino el freno necesario para que el poder no se concentre peligrosamente en una sola figura.

La escucha social que realizamos desde Reputation Digital —del 30 de julio al 6 de agosto, en idioma español y considerando la conversación de todos los países hispanohablantes— arrojó un hallazgo claro: 64.93% de la conversación era artificial, impulsada por redes de bots tanto a favor como en contra de la reelección indefinida, lo cual alimenta y amplifica la polarización entre ambas narrativas. Esto demuestra que la batalla por la narrativa digital es intensa y que las percepciones en redes no siempre reflejan el sentir ciudadano de manera orgánica.

Dentro de la conversación genuina, 88.5% de las menciones fueron negativas, señalando que la reforma representa un “golpe a la Constitución” y comparándola con casos como Nicaragua y Venezuela. El análisis de emociones mostró un predominio del enojo (79.7%), seguido de alegría (14.4%) y tristeza (3.2%), reflejando la alta polarización que ha generado el tema.

Este patrón no es nuevo: en América Latina, los liderazgos que generan altos niveles de popularidad suelen intentar extender sus mandatos bajo el argumento de “continuar con los logros alcanzados”. Pero la experiencia comparada muestra que, una vez roto el límite de reelección, el debilitamiento de las instituciones se acelera y la competencia política se distorsiona. El líder deja de ser un encargo temporal y se convierte en patrimonio personal.

México no está exento de este riesgo. Las discusiones sobre reformas electorales, la concentración de facultades en el Ejecutivo y la erosión de contrapesos legislativos y judiciales son señales que debemos observar con atención. La historia política enseña que las democracias rara vez se derrumban de golpe: lo hacen gradualmente, bajo reformas “necesarias” que van desplazando el equilibrio institucional.

La alternancia y la temporalidad del poder no garantizan gobiernos perfectos, pero sí son un seguro contra el autoritarismo. Sin ellas, el sistema político pierde su capacidad de corregir el rumbo. Por eso, más allá de las fronteras salvadoreñas, lo ocurrido el 31 de julio debe leerse como una advertencia: lo que hoy parece ajeno, mañana puede ser nuestra propia realidad.

En política, la eternidad es la mayor tentación. Y la democracia, para sobrevivir, debe aprender a decir “hasta aquí”.

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