Amor incondicional: Madre pide ayuda

A sus 60 años, la vida ha sido cruel con ella, mientras que su hijo Leonel, de 39, lucha con sus demonios internos todos los días

Rafael Espinosa/Colaboración

[dropcap]U[/dropcap]na mañana doña Nely le sirvió leche con galletas a su hijo. Al volver de la cocina al comedor, vio que su hijo tenía asido de la cabeza a un perrito obligándolo a comer del pocillo.
—Hijito, no hagas eso, obedece —le dijo dócilmente para no enojarlo.
De pronto, sintió un garrotazo en la oreja que la dejó inconsciente. Se hizo un escándalo en la cuadra que los vecinos y sus otros hijos, que aún estaban ahí a esa hora, la defendieron. Aquella ocasión estuvo ocho días en el hospital.
Hace unas semanas, salió a buscarlo en las calles de la colonia para que comiera. Lo encontró sentado en una banqueta. Apenas le dijo algunas palabras cuando sintió una patada en el estómago.
—Ya me cargó la chingada —soltó adolorida, doblándose a media calle.
Doña Nely no supo qué rumbo tomó su hijo. Ella regresó a casa llorando y agarrándose el abdomen de dolor.
A sus 60 años, así ha sido de cruel la vida con ella, mientras que su hijo Leonel, de 39, lucha con sus demonios internos todos los días.
A la edad de 19 años, Leonel era un joven normal, aunque no le gustó la escuela. Estudió primero y segundo grado de primaria. Apenas sabe leer y escribir. Trabajó de peón y tuvo novias como cualquier adolescente.
Sin embargo, de pronto, misteriosamente comenzó a encerrarse en su cuarto por períodos prolongados. Cuando su madre regresaba de lavar y planchar ropa ajena, encontraba los platos en la mesa con la comida intacta.
—¿Qué tienes, hijo? —le preguntaba su madre preocupada.
—¡Déjame solo! —contestaba Leonel, lacónico y evidentemente extraño.
Doña Nely también se encerraba en su cuarto para llorar. Le pedía a Dios que le dijera las causas del sibilino comportamiento de su primogénito. Hacía unos meses era un chico normal y ahora había cambiado drásticamente, de tal modo que doña Nely sentía que le aplastaban el corazón.
Recientemente su esposo había muerto de cáncer en la cabeza. Su situación económica era precaria y no tenía dinero para llevar al médico a Leonel.
El segundo de los cuatro hijos, al ver la situación de su madre, decidió irse de bracero a los Estados Unidos.
—Para que lo lleves al médico y le compres medicina a mi hermano —le dijo a doña Nely al despedirse.
Durante cinco años estuvo enviando dinero, con lo que doña Nely llevó al doctor a Leonel y lo controló con sedantes la mayor parte del tiempo. Cuando parecía que la vida familiar había vuelto a la normalidad, recibió una llamada del extranjero en la que le informaron que su hijo había muerto.
Un mes después le enviaron el cuerpo a su casa y ni siquiera quiso verlo. Sintió morirse nuevamente. Muchas noches estuvo llorando, con el alma hecha pedazos, y a punto de suicidarse con pastillas o alguna cuerda.
Durante esa época, Leonel pasó cuatro días y cuatro noches sin dormir. Se escuchaban gañidos terribles y hablaba solo, quizá por la falta de medicamentos. Su llanto y los lamentos espantosos también mantuvieron en vela a los vecinos conscientes de su extraño sufrimiento, aunque algunos llegaron a molestarse.
Un día, resignada por los aspavientos, doña Nely lo dejó escapar a propósito, diciendo para sí misma: Dios te bendiga, hijo, al tiempo en que dejaba abierta la tranca de la casa para que Leonel huyera a donde quisiera.
Así pasaron cinco años amargos y tristes que doña Nely curó temporalmente con asistencia y devoción en la iglesia católica. Durante este tiempo jamás supo algo de su hijo. Cuando caminaba en las calles pedregosas de la colonia y veía a los zopilotes haciendo círculos en el cielo, decía: Por ahí ha de estar muerto mi hijo.
No lo decía con indiferencia lo decía con resignación. En la iglesia llegó a pagar misas por el cuerpo de su hijo y pidió a sus compañeras que rezaran por su alma, sin imaginar que Leonel estuvo vivo durante todo ese lustro.
Una mañana, su sobrina que vive en esta ciudad de Tuxtla Gutiérrez, le habló para decirle: ¡Tía, Leonel aquí está! Estaba escuálido, con los ojos hundidos y su cuerpo bailaba dentro de sus pantalones. Leonel nunca supo decir dónde estuvo durante estos cinco años de ausencia.
A pesar de las pesadillas que había vivido con él, doña Nely lo recibió con los brazos abiertos y con lágrimas en las mejillas. Lo trajo de vuelta a casa y lo instaló en una covacha, mientras que ella se encerraba, como hasta hoy, en una recámara aparte.
Después de 20 años de aquel cambio repentino de comportamiento, Leonel ha estado internado en múltiples ocasiones en la Unidad de Atención a la Salud Mental «San Agustín», lapsos en los que doña Nely detiene el desgaste físico y sicológico que significa atender a su hijo.
A estas alturas, doña Nely ha aprendido a sobrevivir con su hijo y éste, con medicamentos, con la enfermedad. Leonel a veces sale a la calle a pedir dinero a los transeúntes y regresa a su covacha. Apoya en sacar la basura de los vecinos quienes le dan una propina; no obstante, en ocasiones el favor termina en pleito. Doña Nely recibe quejas, porque Leonel se enfurece con aquellos que se niegan a su ayuda.
Se va a caminar a la calle, es inofensivo, pero en el trayecto algunos lo ofenden, sin saber o a sabiendas de su enfermedad. De pronto, regresa bañado de sangre porque lo batieron a golpes al defenderse. Hijito, qué te pasó, le dice doña Nely con impotencia y tristeza, y lo mete a casa para curarlo.
Los «colectiveros» de la colonia lo conocen. De repente le dicen a Doña Nely: Doñita, su hijo está tirado en el libramiento. Allá va ella por él y lo trae de vuelta a casa. Mientras que va a vender ropa barata en su bolsa de mano en las colonias y barrios pobres de la ciudad, Leonel se queda solo y no hay quién vea lo que hace.
Ha llegado a decir de corazón:
—Diosito, si es tu voluntad, llévatelo de una vez; así descansa él y descanso yo —.
En sus ratos libres, Leonel, de 39 años, juega como niño con sus carritos en el patio. En su covacha tiene una camioneta, un tráiler y un coche deportivo, de juguetes. Vive en una galerita, sin puertas ni ventanas. Duerme en una cama de tablas, donde hay sábanas alborotadas y su ropa está amontonada sobre un cordel. Sus zapatos desgastados están tirados en ese pedacito de espacio. A veces se orina al pie de su camastro. Pasa días sin bañarse. Doña Nely se contiene a regañarlo; se evita problemas.
Leonel está sentado en su yacija, con la mirada clavada en el piso. Es de baja estatura, delgado, usa un par de chanclas desgastadas. Tiene el pelo desaliñado, la barba crecida y los dientes carcomidos.
—¿Te gusta jugar carritos? —.
Asiente y corre emocionado hacia un cajón y saca del fondo un tráiler y un coche deportivo. Los pone en el piso y ríe inocentemente, como si se tratara de un niño contento. Habla lo necesario. Con la propina que le dan en la calle compra cigarros; parece calmarle los nervios. Le lanza una mirada inquisidora a su madre que está a unos metros.
—¿Cómo te sientes, hijito? —.
—Bien, mamá —. Regresa la mirada hacia la pared, moviendo los dedos.
Su madre, todas las mañanas, le lleva de comer y de beber, y se va vender. Dice que Dios siempre ha estado con ella. La vez que Leonel se puso muy mal, que gritaba y lloraba, sacó sus únicos 50 pesos que tenía y corrió hacia la clínica «San Agustín».
Allá, le dijeron que no había espacio y tampoco medicamentos. Desesperada, se fue a la Iglesia Sagrado Corazón, se hincó, rezó y lloró. Un hombre, que después supo era contador, le preguntó el motivo de su angustia.
—Mi hijo está muy mal y no tiene medicamentos —le dijo suspirando.
Ese día, el contador la subió a su coche y la llevó a comprar las medicinas con el dinero que le había dado.
—Ya no puedo más —dice molida, secándose las lágrimas con su delantal.
Doña Nely pide ayuda al gobierno para comprarle medicinas a su hijo o le abran un espacio en «San Agustín», a fin de que ella pueda descansar unos meses. También solicita el apoyo de la gente voluntaria, pues las ampolletas para controlar la esquizofrenia de Leonel le cuestan 500 pesos. Con lo poco que gana vendiendo ropa para bebé en los suburbios, no le alcanza. Por eso deja en este espacio su número de teléfono: 9612168951
Vive en la Calle Mil Recuerdos y Avenida Colibrí, manzana tres, lote 19, en la colonia Consocio Buenos Aires, al norte poniente de Tuxtla Gutiérrez, uno de los asentamientos más pobres de la ciudad.

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