En memoria de las víctimas del horror cotidiano
Hay momentos de estupor en que tal vez sería mejor callar. México es un país desgarrado, con amplias regiones donde “solo se oyen gritos y disparos”, como dijera Felipe Ángeles en el drama histórico de Elena Garro. Es también un país donde la vida pública se degrada día día, a fuerza de estallidos de horror que paralizan a una sociedad traumatizada ¿o solo rebasada e indiferente?
Nuestra capacidad de tolerar hasta la violencia extrema es desquiciante. Nuestro “aguante” ante la insensibilidad de políticas/os más interesadas/os en mantener su poder (o alcanzarlo) que en enfrentar la violencia que mutila la vida de millones de personas, incapaces (muchos) de solidarizarse con el dolor de los demás, de expresar alguna empatía, roza ya el fatalismo. Quizá estemos aplastados por los impactos de la “doctrina del shock” que desde antes de la pandemia nos obnubilan, quizá la desesperanza nos impida imaginar cómo armar una protesta efectiva.
La desaparición y asesinato feroz de cinco jóvenes en Lagos de Moreno, Jalisco, es una tragedia que se suma a cientos o miles de tragedias personales y sociales anteriores y simultáneas. No es una más porque ninguna muerte violenta de un ser humano debe serlo, no es una más porque el grado de crueldad que se adivina detrás de las notas de los medios denota una deshumanizacipón abismal.
Desafortunadamente tampoco es una excepción. Se suma al asesinato de otras cinco jóvenes en Nuevo Laredo, éstos a manos del Ejército, crimen ampliamente difundido que levantó clamor… por un rato. Alarga una larga lista de crímenes de la delincuencia organizada a la que gobiernos de todos los colores han dejado crecer, se suma a otra larga lista de crímenes perpetrados por agentes estatales, solos o en colusión con criminales y que siguen impunes o ni siquiera esclarecidos, como la desaparición y asesinato de normalistas en Ayotzinapa o antes, la matanza de San Fernando, o después, las masacres y asesinatos de defensoras/es del territorio, periodistas y madres en busca de justicia para sus hijos e hijas asesinadas o desaparecidas.
Pesa, duele, indigna vivir en un país con más de cien mil personas desaparecidas, miles de mujeres asesinadas y decenas de miles de hombres asesinados al año, donde la crueldad se exhibe sin pudor ni límite en las calles de León, en la cárcel migratoria de Ciudad Juárez, en los caminos de Guerrero… donde reina la impunidad.
Todo esto debería movernos a decir ¡basta!, a exigir un giro radical en la política de seguridad, un alto definitivo a la militarización, y lo más difícil, a exigirnos – quienes no somos víctimas directas- salir del estupor y de la sensación de naufragio en que ahogamos nuestro dolor y nuestra rabia.
Hay quienes se preguntan por qué la sociedad mexicana no está en las calles, me lo pregunto también. Tal vez porque tendríamos que salir cada día o cada semana; tal vez porque nos cansamos de no ser escuchadas; tal vez porque necesitamos nuevas formas de protesta, más contundentes. Sea como sea, no podemos ser meras testigas silenciosas ante tanto horror, ni quedarnos paralizadas en el miedo y cargar en nuestra conciencia ciudadana esta solo aparente aceptación del infierno.
No hay soluciones inmediatas, no hay cura milagrosa ante tanto dolor, no hay protección mágica ante el mal.
Tal vez, aunque suene trivial, podamos empezar por cuidar lo que decimos, leemos, escribimos: no repetir los discursos mentirosos, no contribuir a la estigmatización de las víctimas, solidarizarnos con ellas, exigir a los medios que no reproduzcan mensajes criminales, ni dejen sin filtro crítico las mentiras oficiales, ni revictimicen ellos mismos a las víctimas, como todavía lo hacen muchos. Las mentiras y “pequeñas violencias” cotidianas contaminan el discurso público y privado y nuestra percepción del mundo alimenta el monstruo mayor del horror.
También, por más que nos duela, recordemos y documentemos estas experiencias terribles. Recordar y dejar memoria es un acto solidario, ético. Ya lo escribió hace 55 años Rosario Castellanos:
Mas he aquí que toco una llaga: es mi memoria.
Duele, luego es verdad. Sangre con sangre
y si la llamo mía traiciono a todos.
Recuerdo, recordamos.
Ésta es nuestra manera de ayudar a que amanezca
sobre tantas conciencias mancilladas,
sobre un texto iracundo sobre una reja abierta,
sobre el rostro amparado tras la máscara.
Recuerdo, recordamos
hasta que la justicia se siente entre nosotros.