De Sandra de los Santos
En los cuatro días que les llevó cruzar la selva del Darién, ubicada entre Colombia y Panamá, el hijo de Norma perdió cuatro pares de tenis. Se quedaron enterrados en el lodazal. “Se quedaba en el lodo, entonces, lo tenía que jalar y ya salía sin los zapatos” cuenta Norma de origen Venezolano. Por eso ahora a todas las personas, que llegan a dejar algún tipo de ayuda al campamento, que está instalado a las afueras de la terminal de la Ómnibus Cristóbal Colón (OCC) en Tuxtla Gutiérrez en Chiapas, Norma les pregunta si no traen unos zapatos del número del 18 y medio. No ha corrido con suerte. No llegan tenis de su talla. Los que traen están rotos y con ellos, su hijo, no llegará muy lejos.
“Creí que lo peor era cruzar la selva, pero pasar México también está muy difícil” dice Erika, otra mujer venezolana que viaja con sus dos hijos y su pareja. Tenía cinco años viviendo en Colombia, pero la xenofobia en ese país ha aumentado y las oportunidades de trabajo para las y los migrantes cada vez son menores. Así que decidió avanzar más al norte.
Lorena, aunque en teoría debería de llevar menos kilómetros recorridos que las otras mujeres porque es de Honduras, ya lleva lo mismo que ellas. Llegó hasta Piedras Negras, Coahuila; pero ahí la detuvo migración, y la subió a un avión que llegó a la Ciudad de México. Estuvo en un albergue un par de días, después lo cambiaron a otro, hasta que un día les dijeron que se tenían que ir porque ya no había espacio y de vez de intentar avanzar al norte decidió regresar al sur, y llegar a Tuxtla para esperar a unos paisanos que le aseguran llegar hasta Estados Unidos.
Es común escuchar que las y los migrantes cuenten cómo ya estaban a nada de cruzar la frontera cuando fueron deportados y tienen que empezar su recorrido de cero, más bien de menos cero, tomando en cuenta que los recursos económicos con los que contaban en su primer intento son mucho menos o se han ido por completo.
Un grupo de mujeres, que antes no se conocían, ahora están juntas en el estacionamiento de la terminal de autobuses de Tuxtla, que se ha convertido desde hace unas semanas, en un campamento de migrantes. En este espacio han instalado casas de campaña e improvisado sitios para dormir. Todas se juntaron porque algunas de ellas se dedican a hacer trenzas en el pelo y ahora lo están haciendo para juntar algo de dinero. Entre ellas se ayudan, conversan y se ríen.
Hasta hace poco, la capital chiapaneca no era parte de la ruta de las y los migrantes. No se veían campamentos de este tipo. La mayoría que se queda en el estacionamiento de la terminal es porque esperan tomar un autobús que los lleve a otro municipio, a Oaxaca o Veracruz. Muy pocos se arriesgan a tomar el autobús directo a Ciudad de México o una ciudad más alejada porque si los detienen los agentes del Instituto Nacional de Migración (INM) lo que habrán perdido del boleto es mucho más, que si solo hubieran comprado un ticket de corto recorrido.
“Una prima pagó como 600 pesos mexicanos de su boleto solo para quedar acá en la entrada de Tuxtla, ahí la bajaron. Nos conviene más movernos por tramos cortos así también no nos detienen” explica Lorena.
En los campamentos improvisados que han instalado las y los migrantes en los municipios de Tuxtla Gutiérrez y Cintalapa, dicen ellos mismos: “hemos corrido con suerte” porque la ciudadanía ha sido solidaria. La empatía de la sociedad en estos municipios les permite tomar fuerzas, tener alimentos un par de días en lo que esperan, porque en este campamento todos esperan…a que salga su autobús, a juntar dinero ya sea trabajando en lo que se pueda o que les envíen dinero sus familiares que ya están en los Estados Unidos.
La espera en Tuxtla y Cintalapa es menos ríspida que en Tapachula o en otras ciudades, en donde las y los migrantes perciben que nadie los quiere. “Yo estaba vendiendo dulces en Tapachula y una señora que iba en su carro me quedó viendo bien feo, como que si una no fuera gente, como que si fuera un animal, algo raro…yo le dije que era tan humana como ella, pero que en mi país ya no se podía vivir, que algo así le podía pasar a cualquiera”.
Diferentes grupos de ciudadanos llegan a diferentes horas al campamento a dejar algún tipo de ayuda, desde alimentos preparados hasta cobijas, casas de campaña, ropa y zapatos; pero también se necesita medicamentos. Hay varios niños y niñas que tosen, tienen fiebre, les han salido ámpulas en los pies. Hay adultos que también están en las mismas condiciones, pero dicen que con descansar un par de días se reponen.
La mayoría de migrantes que están en el estacionamiento de la OCC son originarios de Venezuela; pero también hay de diferentes países de Centroamérica, Haití y Cuba. Muchos de ellos han tenido que cruzar la Selva del Darién, uno de los lugares considerados más riesgosos en el trayecto de las y los migrantes.
“A nosotros nos llevó dos días cruzar, y la verdad nos fue muy bien. Le pedí mucho a Dios que no permitiera que ni mi hija, ni yo viéramos algo que no teníamos que ver, que no nos pasara nada, y fíjese, que en el camino estaba el cuerpo de un muerto y todos lo vieron y me decían que si lo había visto, y yo nunca lo vi, y qué bueno”.
Los días que se pueden llevar cruzando la selva son por lo menos dos, pero hay quienes se tardan mucho más porque el río está crecido, porque sufren algún tipo de accidente, pierden a alguien de su familia, los muerde a algún animal. Pero, no son solo los peligros naturales de la selva a los que se enfrentan en ese trayecto también son comunes los asaltos y los secuestros.
Jocelyn, quien viaja con sus tres hijos y su pareja, perdió por tres días a su hijo más pequeño porque al lugar que descansaban dentro de la selva llegaron unos hombres armados a asaltarlos. Todos salieron corriendo. En el alboroto otra familia se llevó a su hijo y fue hasta que salieron del Dairén, que pudo reencontrarse con el niño.
Aunque todas tienen algo que contar de la Selva, dicen que atravesar México es también muy difícil. Son 4 mil 800 kilómetros, donde tienen que ir sorteando a los agentes de migración, el crimen organizado, la falta de dinero y la xenofobia.
En el campamento converso por lo menos con unas cinco mujeres, todas son madres, y viajan con sus hijos, y algunas con su pareja. Ni una rebasa los 35 años, para migrar se necesita ser joven, poder aguantar el viaje. Todas llevan como meta llegar a los Estados Unidos. Todas dicen que les ha ido bien en el viaje, pero cuando se les escucha hablar, la palabra “bien” recobra otro significado, porque todas han sido extorsionadas en su trayecto, se han enfermado ellas o sus hijos, se han quedado sin dinero; pero aún con todo eso, aseguran que han corrido con suerte porque siguen con su familia, no han sido violadas o secuestradas, y están vivas.
La frontera norte aún está lejos, todavía les falta mucho por recorrer; pero por ahora Tuxtla es su oasis que les permite tomar fuerzas.