Autoritarismo electoral / Eduardo Torres Alonso

Las elecciones no son un elemento exclusivo de los sistemas democráticos. Se pueden celebrar en regímenes que desprecian está forma de organizar el poder. Hay jornadas electorales para renovar autoridades locales y el poder Legislativo; incluso, para la Presidencia en esos países, aunque sus resultados se sepan desde antes, porque ahí, la incertidumbre electoral no existe. Ganadores y perdedores están predeterminados.

En las dictaduras y en los autoritarismos que aún encuentran beneficios, particularmente frente a la comunidad internacional, al organizar elecciones conviven instituciones de origen democrático y republicano con prácticas autoritarias, como la división de poderes públicos y la existencia de organismos especializados para hacer elecciones y resolver controversias, pero ninguna de ellas es, en términos reales, un contrapeso al poder, representado por el Presidente.

Lo que se vivió en Venezuela el domingo 28 de julio pasado es muestra de la existencia de autoritarismo electoral. En los autoritarismos electorales, los gobernantes usan de manera patrimonial los recursos del Estado, excluyen a la oposición de los canales de comunicación y de las vías para su promoción, se persigue a los opositores, crean partidos para que compitan sin posibilidad alguna de ganar y dar la fachada de pluralidad y, en los casos más extremos, manipulan los resultados de los comicios. Todos estos elementos están presentes en aquel país.

Las elecciones para renovar la Presidencia de la República Bolivariana de Venezuela se convirtieron en una posibilidad de concretar la alternancia. Edmundo González Urrutia y Nicolás Maduro, candidatos de oposición y oficialista (quien gobierna el país desde 2013, heredero del movimiento impulsado por Hugo Chávez), respectivamente, se enfrentaron en las urnas y los resultados son, por decir lo menos, inciertos. Hubo que imponerse a los opositores, a los “enemigos”. Se trataba de salvar la revolución bolivariana.

Más allá de estar en favor de una ideología u otra, el domingo se esfumó, al menos por ahora, la oportunidad para iniciar la reconstrucción de un régimen democrático prácticamente inexistente y entablar un diálogo entre todos los actores políticos. La alternancia partidista y la eventual transición política permitirían arreglos entre la clase gobernante saliente y entrante, pero nada de eso será posible.

La elección fue un instrumento que usó el régimen para ser aclamado (aunque obtuvo, de acuerdo con cifras de la autoridad electoral, imposibles de confirmar, el 51 por ciento de los votos), volviéndola un instrumento suyo. Nicolás Maduro conspiró contra la democracia de su país al no reconocer la pluralidad venezolana, ser intolerante a la crítica y conculcar de facto los derechos civiles. Desde el poder corrompió el sistema electoral y de partidos. Triunfó con base en un estricto control de la elección. Así lo han denunciado organizados especializados, expertos internacionales y distintos países, y el gobierno venezolano ha reaccionado con el uso de la fuerza hacia su interior y enfrentándose con los gobiernos que lo cuestionan. Ya fueron expulsados diplomáticos de Argentina, Chile, Costa Rica, Perú, Panamá, República Dominicana y Uruguay por órdenes de Maduro.

Pero si algo quedó demostrado es la capacidad de movilización de la ciudadanía y su enojo con el modelo político imperante. No existe un apoyo unánime al régimen como se ha difundido. A pesar del desolador panorama, la muestra palpable de descontento ciudadano acelerará el cambio de régimen. Aunque eso, tomará tiempo. A diferencia de lo que pasó en la elección: el resultado de las movilizaciones no está escrito.

Dos son las lecciones de lo ocurrido en Venezuela: 1. Las dictaduras ya no son militares, ahora son impulsadas y apoyadas por civiles que, habiendo llegado al poder por la vía democrática, estando en funciones cooptan las instituciones y destruyen los mecanismos de la democracia electoral, y 2. La importancia de contar con instituciones electorales autónomas, y poderes públicos reales que puedan expresar sus diferencias con el gobernante y, de ser el caso, convertirse en un muro ante los apetitos autoritarios del gobernante.

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