Hay una desafección a la política. En las charlas de café, las comidas familiares y el brindis con las amistades se hace presente una crítica hacia quienes se dedican a ella. Se dice que “no hay quien se salve”, que “todos son iguales”. Por supuesto, hay matices, y entre los invitados al café, la comida y al brindis hay quien –y qué bueno– expresa simpatía por dicha actividad; incluso, en tiempos polarización, hay quien defiende a “su” proyecto, a “su” gobernante, a “su” partido o a “su” candidato, llegando, incluso, a desacreditar al resto (una red flag en la actualidad).
Esta desafección tiene varias respuestas, entre ellas, los escándalos de corrupción, el incremento de las violencias y la inseguridad pública, la errática política económica y la poca confianza entre ciudadanía y políticos. Este último aspecto puede ser el más importante para entender la crisis de la política. La Encuesta Nacional de Cultura Cívica (INEGI-INE, 2020) informa que la población de 15 años y más entrevistada considera que los partidos no son organizaciones merecedoras de confianza: sólo el 2.5 por ciento de los encuestados les tiene mucha confianza y el 19.3 por ciento les tiene algo.
La gente no confía en los partidos políticos, las organizaciones intermediadas entre las instituciones del Estado y la ciudadanía. No es un tema menor. Al contrario, deberíamos estar muy preocupados. La democracia representativa tiene en ellas los vehículos para ordenar las preferencias ideológicas y la expresión de las demandas al interior de los espacios de deliberación legislativa.
Con todo, la democracia no está en franca crisis (al menos, en México), aunque acusa signos de alerta, como que algunos de sus valores (el respeto a la diversidad y al disenso, por ejemplo), se encuentren en tensión. Esta misma encuesta muestra que el 62.5 por ciento de la población de 15 años y más considera que la democracia es preferible a cualquier otra forma de gobierno; sin embargo, el 16.4 por ciento considera que, en algunas circunstancias, un gobierno no democrático puede ser mejor, mientras que al 14.7 por ciento le resulta indistinto el régimen democrático y uno no democrático. No hay que perder de vista esto ya que la democracia no es un estado de cosas fijo: se puede perder.
Una de las expresiones de las sociedades democráticas es la realización de elecciones periódicas. Y ahí van las personas a votar, a pesar de su distancia con los partidos, pero con confianza en el futuro y en su poder de decisión.
Ayer, Coahuila y el Estado de México vivieron jornadas electorales para renovar, en ambos estados, la gubernatura, y en Coahuila, además, el congreso local. Aproximadamente, 15 millones de electores fueron llamados a manifestar su voluntad.
Las elecciones no se hicieron solas. Los institutos electorales de ambas entidades federativas, junto con el nacional, fueron los encargados de la logística, pero los operadores reales fueron los electores y los integrantes de las mesas directivas de casilla, seleccionados por doble insaculación, quienes se volvieron en garantes de las elecciones.
A ellos, cuyos rostros se conocen porque son los vecinos, se les da la confianza para que confirmen la identidad del potencial elector, clasifiquen las boletas electorales, cuenten los votos, transporten los paquetes electorales y hagan público el resultado en la casilla que corresponda.
Hay que celebrar y festejar las elecciones porque están en manos de la ciudadanía (y ahí deben mantenerse).