Corrupción es violencia de género / Claudia Corichi

¿Los actos o acciones corruptoras ejercidas contra las mujeres pueden asumirse como una manifestación de violencia de género? Si entendemos esta como cualquier acción o conducta violenta que ocurre en un contexto de discriminación sistemática contra la mujer en la esfera pública, la respuesta es sí.

La corrupción limita la participación de las mujeres en la vida pública, económica y política reduciendo su influencia en la toma de decisiones. La violencia política en razón de género comprende aquellas acciones de personas servidoras públicas que se dirigen contra una mujer, con el propósito de menoscabar o anular sus derechos políticos-electorales, incluyendo el ejercicio del cargo.

La violencia política, igual que sucede con la corrupción, tiene un impacto diferenciado en las mujeres porque les afecta de forma desproporcionada respecto a los hombres.

La Convención sobre la Eliminación de toda forma de Discriminación contra la Mujer (CEDAW) afirma que la discriminación contra la mujer se basa en estereotipos de género, en la estigmatización, en normas culturales patriarcales y la violencia basada en el género, que afectan su capacidad para el acceso a la justicia.

En el marco del Día Internacional contra la Corrupción, conviene preguntarse nuevamente cómo puede garantizarse la incorporación de una perspectiva de género en iniciativas y políticas de prevención y combate a la corrupción tanto en el sector público como privado. Y, si llegado el caso, puede considerarse a este fenómeno una manifestación más de la violencia de género.

Los roles socialmente construidos, los comportamientos, relaciones de poder e influencia que una sociedad atribuye a hombres y mujeres afectan también en el ámbito de la corrupción.

Los estereotipos y roles de género prevalecen y se afianzan. Sus efectos más dañinos se materializan en una menor participación en la toma de decisiones de niñas y mujeres, en abusos y en obstáculos para el acceso efectivo a la justicia.

Esta práctica nociva se manifiesta de múltiples formas. Impacta a mujeres en el acceso a los servicios de salud, en el acceso a los programas sociales, a un empleo permanente y bien remunerado o a la participación política; tiene su forma más denigrante en la llamada sextorsión o corrupción sexual.

La sextorsión aun no se mide y es parte de las cifras negras, por ello habrá que ser cuidadosos con la veracidad de las cifras de las que disponemos.

Según la Encuesta Nacional de Calidad e Impacto Gubernamental del Inegi, en 2023, 14 de cada 100 personas que tuvieron contacto con servidoras o servidores públicos experimentaron algún acto de corrupción en al menos uno de los pagos, trámites y solicitudes realizados. Al desglosar los datos por sexo, se observa que, por cada víctima mujer, hubo dos víctimas hombres.

Esta epidemia constituye un serio obstáculo para el logro de la igualdad sustantiva entre mujeres y hombres. Por ello resulta necesario dejar de pensar a la corrupción en términos neutros para repensarla con todas sus agravantes en relación con el género.

Para lograrlo es indispensable impulsar desde las instituciones y también desde la sociedad civil, cambios legislativos, administrativos, legales y culturales para visibilizar sus efectos y prevenir sus abusos. Pero el gran reto, ante todo, es construir políticas anticorrupción ajenas a todo enfoque y acento patriarcal.

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