Cotidianidades… / Luis Antonio Rincn Garcia

Con el querubín abordamos el avión para regresar a casa después un viaje fantástico. Entre tanta euforia, el niño comenzó a empujarme e intentó hacerme cosquillas para comenzar una «lucha épica», en la cual yo podía elegir ser el villano que más me gustara, mientras que él sería el súper héroe que de cualquier forma me derrotaría.
Más o menos a la mitad del vuelo —y después de ciertos intervalos de descanso— la lucha se tornó intensa, en ese momento, también, entramos a una zona de turbulencias y viví las sacudidas más fuertes que haya sentido en un avión. Los cinturones evitaron que nos eleváramos varios centímetros de nuestros asientos, escuchamos cómo tronaba el fuselaje y comenzamos un evidente descenso con la parte frontal inclinada.
El niño me pegó en el estómago, con su gesto de pillo evidenciaba las enormes ganas que traía de vencerme, atrás de nosotros escuché imprecaciones contra el clima y el destino, alguien más rezaba y varias voces de angustia, que de pronto sonaron a gritos, recorrían los pasillos del avión.
Yo aproveché un momento de descuido del querubín para atacarlo con cosquillas, a lo que él respondió con risotadas y colocando sus manos frente a mí como si fueran garras de gato dispuestas a despedazarme. El avión seguía en medio de esa turbulencia terrible, pensé que no tardarían en caer las mascarillas de oxígeno y, a pesar de la angustia que traía atorada entre el cogote y los intestinos, hice bizcos y saqué la lengua cuando mi hijo me avisó que estaba lanzándome un rayo de energía eléctrica paralizante.
Nos carcajeamos juntos, lo abracé para pretender morderle una mejilla, el avión por fin se estabilizó y nosotros, entre un murmullo generalizado de alivio, terminamos ese round que, como casi siempre, volví a perder.
Por supuesto que respiré en paz. Sentí los efectos de la adrenalina bajando, y para disimular mi turbación, para tener tiempo de engullir el miedo que viví, le insinué a mi hijo que terminara su jugo y las galletas.
No sé cuánto habrá durado el evento. A mí de pronto me pareció interminable, por breves —quizá brevísimos — momentos llegué a creer en la posibilidad de un desenlace fatal, casi igual de rápido recuperaba la fe en la tecnología y en la habilidad de los pilotos, para de inmediato volver a perderla, y luego ya no le hice caso a mis vacilaciones interiores, y decidí concentrarme en el juego con mi hijo, en tanto era lo que mejor podía hacer por él y por mí, mientras volábamos en ese armatoste que pesa toneladas y a una velocidad que ronda los ochocientos kilómetros por hora.
Esa noche, ya con los pies en tierra, nos reímos de la aventura que él calificó como «de miedo y divertida».
Por supuesto que no hemos olvidado el evento, y las dos o tres ocasiones que hemos tocado el tema, mi hijo sonríe con una carcajada ahogada, como si se estuviera refiriendo a una travesura que no llegó a concretarse, y me dice: «Fue como un terremoto en el aire».
Pocas semanas después vimos en las noticias que habían desaparecido tres estudiantes de cine, y ahora, al saber el final que tuvieron, comprendo que en muchos lugares de México, familias enteras encaran un día a día lleno de turbulencias del que no saben si saldrán vivos. Nada más que en este caso ya no queda jugar a que nada pasa, necesitamos realizar una reflexión profunda y un cambio de consciencia colectiva que puede implicar un alto costo personal, pero que en verdad vale la pena pagar.
Mientras esto no suceda, seguiremos encarando cotidianamente la posibilidad de treparnos a un avión que atravesará turbulencias mientras es manejado por personas a quienes —está demostrado— no les importamos.
Hasta la próxima.
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