Crnica: Recuerdo de las últimas horas

-¡José Ulises Valdez!- exclamó el policía cuando yo iba pasando por la tienda de recuerdos. Al escuchar mi nombre, pensé que me preguntaría detalles sobre lo que acababa de ocurrir, por eso caminé más lento, para esperarlo. Cómo iba yo a suponer o a prever que sucediera algo así

Óscar Aquino / colaboración

[dropcap]S[/dropcap]ucedió como suceden las cosas que difícilmente podrías explicar en toda una vida. Fue tan rápido que ni siquiera pude ver el momento exacto en el que ocurrió todo. Pero recuerdo que cuando yo iba hacia la presidencia municipal a pedir auxilio, un policía que venía detrás de mí, gritó mi nombre.
-¡José Ulises Valdez!- exclamó el policía cuando yo iba pasando por la tienda de recuerdos; sólo me faltaba media cuadra para llegar a la oficina de la presidencia. Al escuchar mi nombre, pensé que me preguntaría detalles sobre lo que acababa de ocurrir, por eso caminé más lento, para esperarlo.
Cómo iba yo a suponer o a prever que sucediera algo así. Nosotros sólo éramos unos chicos de 18 años de edad. Estábamos contentos porque un día antes hicimos un trabajo ayudando a un conocido que tenía que montar unas mamparas como escenografía para un desfile de modas. Cumplimos satisfactoriamente con el encargo, después nos pagaron bien y nos fuimos a celebrar.
Fabricio sabía que esa noche su casa estaría sola pues sus padres saldrían de viaje por tres días. En ese momento no sabíamos la razón del viaje; hasta mucho después supimos que los señores fueron a visitar a un familiar en estado terminal.
Nosotros cuatro: Fabricio, Gustavo, Alex y yo, nos fuimos a casa de Fabricio después de haber comprado 48 latas de cerveza, es decir, 12 para cada uno; además de cigarrillos y otras cosas. Con todo eso listo, llegamos al número 65 de la calle Nogales, en la colonia La Floresta, donde Fabricio había vivido desde que nació. No había nadie ahí, era fácil de notarlo desde afuera por la total oscuridad que se veía en la sala a través de la ventana. Una vez instalados, comenzamos a beber, platicar y fumar cigarrillos. Un rato después también fumamos un poco de la hierba que Fabricio sacó de una gaveta en el bureau de su recámara. El efecto producido por beber cerveza y fumar hierba es como si cayeras en un estado hipnótico, en el que todas las cosas, las más grandes y las más pequeñas, se pueden volver el centro absoluto de tu atención. Te hace pasar minutos, ratos largos observando un objeto y sentir cómo surgen múltiples ideas con sólo mirar ese objeto.
Casi todos al mismo tiempo terminamos la sexta cerveza. Pasaba de la una de la mañana. En ese momento, a Fabricio se le ocurrió revisar el refrigerador en busca de algo para comer. Los demás lo seguimos. Los cuatro comimos algo. Uno se comió dos manzanas, otro se hizo un emparedado de todas las cosas de untar que encontró en la puerta del refrigerador. Fabricio comió de todo. Al terminar, regresamos a la sala. Cada uno sacó una nueva cerveza fría y nos fuimos a sentar.
En la siguiente hora volvimos a fumar hierba. Otra vez todos nos quedamos callados, en estado hipnótico bajo las notas de Shine on you Crazy Diamond. Desde entonces, cada que la escucho, recuerdo a Fabricio. «Remember when you were Young… you shone like the sun». Fue una noche inolvidable por muchas cosas.
La madrugada siguió su inexorable paso, nosotros bebimos y fumamos, platicamos y reímos hasta las seis y media de la mañana. En ese lapso, Gustavo se puso pálido, comenzó a sudar frío, después vomitó en el baño y por último se quedó profundamente dormido. Fabricio volvió al refrigerador a comer antes de irse a dormir. En un sofá de la sala, Alex se acostó. Se quedó dormido hasta roncar. Sólo yo seguí despierto hasta terminar la última cerveza.
A decir verdad, yo estaba un poco preocupado pues no avisé a mi abuelo que no llegaría a dormir y el viejo solía ser muy aprensivo, se preocupaba si no me veía y le subía la presión arterial. No quería causarle más incomodidades a mi viejito, pero no me fui a casa, me quedé ahí, con mis tres amigos.
Fabricio era un joven introvertido. Unos días antes había tenido roces con su padre pues éste le reclamó su bajo rendimiento escolar. Don Fabricio, el padre de mi amigo, también le echó en cara que había encontrado una bolsa con hierba en su recámara. Fabricio escuchó todo lo que su padre le dijo y no respondió nada. Pero al día siguiente no quiso dirigirle la palabra a él ni a su madre. Fabricio solía sentirse solo e incomprendido. Aunque, viéndolo bien, ahora, 25 años después, pienso que todos estábamos iguales, pero era por la edad, la adolescencia, la rebeldía, las ganas de ir en contra de las reglas.
Después de ese choque con su padre, Fabricio les dijo que no iría al viaje que tenían planeado para visitar al familiar enfermo. Así que por eso se quedó solo esa noche cuando nos quedamos en su hogar.
Nosotros cuatro éramos buenos amigos, en ese entonces cursábamos la preparatoria, todos estábamos en el mismo grupo y prácticamente todo el tiempo lo pasábamos juntos haciendo, diciendo y pensando cualquier cosa. A veces nos poníamos serios si tratábamos de hacer un análisis musical de alguno de nuestros discos favoritos. Disertábamos acerca de Pink Floyd y de su evolución. Fabricio también tenía cierta afición por las artes plásticas. De cualquier manera, ninguno de nosotros podía imaginar lo que sucedería.
Al día siguiente, cuando desperté, los otros tres ya estaban de pie, platicaban sobre la posibilidad de ir a comer en un restaurante en las afueras de la ciudad, a las orillas del río. A los cuatro nos había quedado algo de dinero por el trabajo que hicimos un día anterior. Yo los escuché, pero no los tomé en serio. Por un instante pensé que cada uno iría a su respectiva casa y quizá más tarde volveríamos a vernos. Pero no fue así. La idea de seguir la fiesta resultó muy atractiva como para dejarla ir. Total, los padres de Fabricio aún tenían dos días más de visita con su familiar.
Fabricio llamó por teléfono a Carlos, otro de nuestros amigos. Le contó el plan que se estaba fraguando y lo invitó a ir. Carlos no podía ir al restaurante, pero sí llegó a casa de Fabricio con una rejilla de seis cervezas bien frías. Estuvo con nosotros durante un rato, no más de una hora y después se fue. Alex no quiso cerveza. A cada uno de los otros tres, nos tocaron dos latas.
Fabricio tomó la decisión por todos nosotros. Nos dijo que se bañaría rápidamente para después partir al restaurante a la orilla del río. Yo aproveché para ir antes a mi casa, a asearme y cambiarme de ropa. También le avisé a mi abuelo que probablemente ese día tampoco llegaría a dormir. Le pedí que no se preocupara porque todo iba a estar bien.
Por fin, los cuatro nos reunimos cerca del centro de la ciudad, por ahí abordamos un autobús que nos llevó a la zona turística donde estaba el restaurante a la orilla del río. Era un lugar apacible, corría una brisa fresca a pesar de que el sol caía a plomo sobre el techo laminado. No había mucha gente, quizá porque aún era temprano para la hora de la comida.
Éramos unos chamacos eufóricos. Teníamos dinero, gozábamos de la libertad que te da tener 18 años de edad y sin nadie que te diga lo que tienes que hacer.
Entramos en el lugar, buscamos una mesa cercana al barandal, desde donde el río queda prácticamente a tus pies. Pedimos cervezas, el mesero pasó una botella para cada uno. Comenzamos a beber. Platicamos de cualquier cosa, como siempre. Esa mañana amaneció muy calurosa. Fabricio, en algún momento dijo que sería una delicia nadar en esas aguas que corrían diáfanamente debajo de nosotros.
Después de un rato, nos dio hambre. Pedimos al mesero que nos sirviera dos charolas grandes, una de carnes y una de mariscos. También solicitamos más cervezas. Nos sentíamos importantes porque podíamos pagar una comida de ese tamaño. Aunque no fuéramos a terminar de comer las dos enormes charolas. Pero a los 18 años, te gusta presumir y eso es lo que estábamos haciendo.
Comimos hasta hartarnos y aún quedaba comida. Era demasiado. Fabricio dijo que en ese momento sería estupendo tener un poco de hierba para fumarla y que ésta ayudase a hacer la digestión, aunque él mismo se cuestionó al decir que si fumaba, seguramente se quedaría dormido. Y nadie estaba pensando en dormir a esa hora. Apenas iban a dar las cuatro de la tarde.
No habían transcurrido ni 20 minutos después de que soltamos los platos de comida. A mí me dieron ganas de ir al baño. Me levanté de la mesa y caminé en medio de las otras mesas, en las que algunas familias comían sus alimentos.
Entré al cuarto de baño pensando en lo que Fabricio había dicho momentos antes sobre fumar un poco de hierba. Pensé que sería buena onda hacerlo. Me propuse decirles a los otros tres que bebiéramos una cerveza más y después nos fuéramos a casa de Fabricio. Me lavé las manos y me detuve un momento al ver en el espejo que mis ojos estaban poniéndose rojos.
Al salir del baño, me percaté de que Alex y Gustavo estaban parados junto al barandal, ambos viendo hacia el río. Faltaba Fabricio. Se me hizo raro que no estuviera. Cuando llegué a la mesa, pregunté por él.
-Se acaba de aventar al río- dijo Alex sonriendo.
-Pero no traía ropa para meterse a nadar- le respondí.
-Se lanzó con el pantalón puesto, sólo dejó su playera colgada en su silla- agregó Alex.
Nos quedamos un rato los tres viendo hacia el agua. Pero Fabricio no salía. Empezamos a preocuparnos. No fuera a ser que le hubiera pasado algo, que se hubiese golpeado o roto algún hueso.
Un señor que renta lanchas a orillas del río, cerca del restaurante, vio todo. Él estaba esperando clientela en ese momento porque el trabajo durante la mañana había sido muy poco. Pero cuando se percató de que aquella situación se había convertido en una emergencia, no dudó en lanzarse desde su lancha en busca de Fabricio.
Nosotros tres pagamos la cuenta, salimos del restaurante y caminamos hacia el punto donde estaba la lancha de ese hombre. El tipo se acercó nadando a la orilla para decirnos que no había encontrado nada adentro del agua.
Para ese momento, un muchacho que estaba cerca de la escena, corrió a dar parte a la policía. Instantes después, decidí ir a la presidencia municipal del pueblo a pedir ayuda. Alex y Gustavo se quedaron con el lanchero, tratando de encontrar respuestas y esperando a que llegase alguien al rescate.
Yo salí corriendo de ahí, me metí entre las calles del pueblo hasta encontrar el rumbo hacia la presidencia. Y cuando estaba a una cuadra de llegar, escuché que alguien a mis espaldas gritó mi nombre.
-¡José Ulises Valdez!- dijo con fuerza el oficial de policía. Un señor moreno, de mediana estatura, que llegó corriendo hasta ese punto después de haber acudido al lugar del incidente. Ahí, el dueño del restaurante le sugirió que corriera a atraparme, no fuera a intentar huir de ahí. Mis amigos dieron los nombres completos de los cuatro. Así supo el policía a quién iría a buscar.
Cuando escuché mi nombre, volteé y vi que era el oficial que venía corriendo hacia mí. Caminé más despacio y lo esperé hasta que llegó frente a mí y sin preguntar nada sujetó mis manos, me puso las esposas y me dijo que me tenía que llevar ante el Ministerio Público. Yo le dije que iba hacia la presidencia municipal a pedir auxilio porque no encontrábamos a Fabricio. El azul me respondió que eso yo se lo tenía que contar a la autoridad, nada más que tendríamos que esperar hasta el día siguiente que era lunes, porque en domingo normalmente no llegaba el encargado. Además ya iban a dar las seis de la tarde y a esa hora, ese día, no había personal laborando.
-Va a tener que esperar en las celdas preventivas- me dijo el oficial con un tono como de compasión.
Yo no entendía por qué me encerraban a mí, habiendo otras dos personas que estuvieron en la escena de lo que a todas luces parecía ser una tragedia. Alex y Gustavo me pusieron a mí como el responsable de hablar a nombre del grupo. Uno de ellos encontró quién sabe cómo la manera de comunicarse con los padres de Fabricio. Les contó lo sucedido. Los señores tuvieron que tomar sus cosas y en ese mismo momento salir hacia el sitio donde todo estaba ocurriendo. Llegaron en tres horas, cerca de las nueve de la noche. Alex y Gustavo seguían con el señor de la lancha. A mí me dejaron encerrado en una pequeña celda oscura. Esa noche fue terrible. La incertidumbre sobre el paradero de Fabricio me atormentó durante toda la madrugada. El temor de confirmar lo que temíamos, no me dejó dormir.
Esa celda me causaba temor. Era muy oscura. Estaba en un rincón al fondo del patio de presidencia. Casi no se podía ver nada y por momentos escuché chillidos como de ratas. Tuve que subir los pies a la banca. Me acurruqué y dejé que pasaran las horas en medio del silencio y la oscuridad. Hubo instantes en lo que único que podía escuchar era mi propia respiración. En la mente me pasaban ideas de todo tipo. Aferrándome a la esperanza, llegué a pensar que mis amigos estaban tratando de jugarme una broma, aunque, de ser así, ya se les había pasado la mano. Miles de ideas rondaron mi desesperada e intoxicada mente. Todas ellas tratando de evitar el impacto de aceptar que nuestro amigo podría estar muerto.
Don Fabricio llegó hasta donde estaban Alex, Gustavo y el lanchero. Mis dos amigos le explicaron la situación, diciéndole que yo estaba encerrado en las celdas preventivas de la presidencia municipal. El señor, enardecido, empezó a pedir que lo dejasen entrar hasta donde yo estaba, pero los pobladores le dijeron que no iba a ser posible sino hasta la mañana siguiente. Entonces, don Fabricio buscó ayuda para encontrar el cuerpo de su hijo. La madre de Fabricio no paró de llorar gritando el nombre de su hijo durante todo ese estrujante momento.
Un rato después llegó una cuadrilla de buzos especialistas en rescates submarinos. Don Fabricio los localizó por medio de un conocido. Los tres sujetos, con tanques de oxígeno en sus espaldas, con el respiradero conectado a la boca y con los visores en su lugar, se metieron al río, en esa noche, la más oscura en la vida de todos nosotros.
Los buzos tardaron tres horas en hallar el cuerpo de Fabricio sin vida, enredado en las raíces de un árbol, en la orilla del río, pero a un kilómetro de distancia del punto en el que todo comenzó. Envolvieron el cadáver completo con dos sábanas donadas por la esposa del lanchero y se fueron hacia el Servicio Forense. Uno de los médicos fue quien les dio los resultados de la necropsia. Fabricio murió unos segundos después de haber entrado en el agua. Su estómago estaba repleto de comida, por eso al sumergirse, estallaron sus vísceras. La presión en el agua hizo que la comida se le fuera al cerebro. Fabricio no volvió a salir con vida después de lanzarse desde el barandal del restaurante. La altura desde ese punto hacia la superficie del agua fue suficiente para que la inmersión fuese profunda. De inmediato el cuerpo quedó inerte, la corriente comenzó a arrastrarlo hasta dejarlo a un kilómetro de distancia, en el punto donde los buzos hallaron el cuerpo.
Fue algo terrorífico para los padres de Fabricio escuchar la manera tan inaudita en la que su hijo acababa de morir. Pero no había nada más por hacer. Los dos se encargaron de preparar todo para velar a Fabricio. No durmieron un solo minuto durante toda esa noche.
A las ocho de la mañana llegó el primer empleado de la presidencia municipal donde aún están esas celdas preventivas de las que yo estaba en una. Al escuchar que abrían la gran puerta de madera en la entrada principal, comencé a gritar pidiendo ayuda. Un rato después se apareció un policía joven en la zona de celdas. Vio mi rostro de desesperación y me preguntó cuál era el problema. Le tuve que decir todo hasta donde sabía. Yo entonces ignoraba que ya habían encontrado el cuerpo de Fabricio y me sentía apremiado por tener noticias del caso.
El policía me permitió hacer una llamada telefónica. Hablé a mi casa con mi abuelo. Tuve que explicar una vez más todo lo ocurrido. Le pedí que no se impresionara pero que estaba encerrado en la cárcel. Le supliqué para que fuera a sacarme de esa celda. Mi abuelo salió de inmediato a buscarme. Pagó una fianza. Por teléfono también me enteré de todo lo que ignoraba. Alex me dijo que en un momento más iría al funeral de Fabricio y me dijo en dónde. Mi abuelo me acompañó. Nos fuimos directamente de la presidencia municipal de ese pueblo hasta la funeraria. Corrí en busca de los papás de Fabricio. El señor me recibió con un gesto tan serio que me asustó, más allá de lo aterrado que ya estaba por todo lo ocurrido. La señora estaba sentada a un lado. No me dirigió la palabra, estaba desencajada, con el rostro lánguido, la mirada perdida.
Alex y Gustavo llegaron al funeral un rato después, exactamente cuando yo iba saliendo de la funeraria rumbo a mi casa para bañarme, cambiarme, comer algo y volver a velar a nuestro amigo. Los dos me ofrecieron disculpas por haber provocado que me encerraran en la celda.
Después de eso dejamos de frecuentarnos. La verdad no volví a saber de ellos y creo que ellos tampoco volvieron a saber de mí. Al final ya hace 25 años de que murió nuestro buen amigo Fabricio. Aunque el tiempo no ha evitado el dolor al recordar cómo sucedieron las cosas, tan rápido. Aún recuerdo a mi amigo. Descanse en paz.

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