Cuando la memoria incomoda: 2 de octubre, ni perdón, ni olvido

Por Mario Escobedo

Han transcurrido ya 57 años desde aquella tarde del 2 de octubre de 1968 en la Plaza de las Tres Culturas, y la frase que nació en el dolor y la indignación sigue retumbando con la misma fuerza: “El 2 de octubre no se olvida.” No se olvida porque la memoria no es un acto de nostalgia, sino un ejercicio de resistencia. No se olvida porque aún no sabemos con certeza cuántas vidas fueron arrebatadas aquella noche en Tlatelolco, ni cuántos sueños fueron silenciados a balazos por un Estado decidido a reprimir antes que escuchar.

El movimiento estudiantil del 68 no fue un estallido aislado. Fue el punto culminante de una serie de tensiones sociales que venían gestándose en el país desde hacía al menos una década: sindicatos, médicos, maestros, electricistas y telefonistas habían exigido democracia, justicia y participación. Todos recibieron la misma respuesta: represión, persecución y censura. Lo ocurrido en Tlatelolco fue la expresión más brutal de un modus operandi autoritario que se ha reproducido con otras formas, otros nombres y otros pretextos, pero con idéntico objetivo: sofocar la disidencia y garantizar la continuidad del poder.

Recordar el 2 de octubre es también reconocer una larga cadena de agravios que se extiende mucho más allá de 1968: Acteal, Atenco, Ayotzinapa, Tlatlaya, y tantos otros episodios en los que el Estado mexicano ha respondido con violencia a las voces que incomodan. No se trata únicamente de exigir justicia por aquellos estudiantes justicia que sigue pendiente, sino de desenmascarar un patrón histórico en el que la represión ha sido herramienta política y no excepción.

En 1968, miles de estudiantes mexicanos salieron a las calles con la convicción de que el país podía ser diferente. Su lucha no era por capricho ni por rebeldía vacía: exigían libertades democráticas, el fin del autoritarismo, la disolución del cuerpo de granaderos, la libertad de los presos políticos y el respeto a los derechos civiles. Aquellas marchas pacíficas, multitudinarias y llenas de esperanza se convirtieron en símbolo de una generación que soñaba con transformar a México. Pero el 2 de octubre, en la Plaza de las Tres Culturas de Tlatelolco, ese anhelo fue brutalmente silenciado por las balas del Estado. El gobierno respondió con violencia, dejando un número nunca esclarecido de jóvenes asesinados y marcando para siempre la historia del país con una herida que aún duele.

Decir “ni perdón ni olvido” no es un gesto de rencor. Es un compromiso con la verdad y con las generaciones que heredaron aquel grito. Porque mientras no haya justicia, el 2 de octubre seguirá siendo una herida abierta. Porque mientras el Estado no asuma su responsabilidad, seguiremos recordando a los jóvenes que marcharon con libros en las manos y fueron recibidos con balas. Porque recordar no es mirar hacia atrás: es negarse a aceptar que el autoritarismo es parte inevitable de nuestra historia.

No porque queramos vivir en el pasado, sino porque sabemos que quien olvida su historia está condenado a repetirla. Y en un país donde la represión sigue latente, recordar es la forma más profunda de resistencia.

Hoy, la memoria de 1968 debe seguir incomodando. No se trata solo de recordar a quienes murieron, sino de entender que su lucha sigue vigente. En un país donde protestar aún puede costar la vida, recordar es una forma de resistencia.

Los estudiantes de entonces exigieron un país distinto; los de hoy tienen la responsabilidad de no olvidar, de cuestionar, de seguir levantando la voz. Porque la memoria no es pasado: es la herramienta con la que se construye un futuro más justo.

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