Las experiencias en el transporte público son diferenciadas para las mujeres, un mal servicio para nosotras a veces llega a significar un abuso sexual o hasta no llegar a nuestro destino
Sandra de los Santos / Aquínoticias
Las mujeres cuando abordamos un taxi no ansiamos una buena experiencia. Podemos dejar pasar el sonido alto de la música, los desperfectos del automóvil, que no sirva el clima y si me apuran hasta somos capaces de pagar tarifas que pasan de lo normal sin protestar. Lo único que realmente nos preocupa al subirnos al transporte, sobre todo de noche, es llegar vivas a nuestro destino. «Porfitas, señor taxista, no me mate, mire que buena persona soy que no le he dicho nada de su pésimo servicio» parece que le decimos al chófer al dejar pasar todos los inconvenientes del trayecto. No sé si esa estrategia sea la mejor, lo dudo.
Me he resistido toda la vida a manejar a pesar de que vivo en un «lugar muy, muy lejano». Siempre he preferido dejar la tarea de transportarme a otras personas, regularmente, utilizó el colectivo, pero también usó taxis de manera frecuente. Durante mis trayectos me gusta leer, escuchar podcast, pensar en el infinito, en sí, despreocuparme por todo lo que implica conducir: el clutch, las velocidades, el freno, el acelerador, los semáforos, la convivencia con los otros carros que muchas veces se vuelve ruda, las y los peatones. Todo eso me abruma.
Me encantaría decir que al menos como copiloto soy buena, pero es todo lo contrario. En los viajes largos me duermo salvo que la persona que conduzca me diga abiertamente que necesita que conversemos para que no le entre la tentación de irnos a matar en el trayecto quedándose dormida. Cada vez que alguien me pregunta «¿puedes ver si salgo?» refiriéndose a que vea si viene otro carro, me pongo ansiosa y en mi mente solo pienso «en el único lugar que vamos a salir si me confías esa tarea es en la nota roja», pero nunca lo digo. Pongo toda mi concentración y hasta que me cercioro que nada se mira en el horizonte les digo: «sales».
Pues, mi resistencia a conducir me lleva a tener un cúmulo de experiencias con taxistas. No todas han sido malas, de hecho las buenas lo han sido tanto que disipan las malas. En una ocasión en el Puerto de Veracruz olvidé mi maleta (no mi bolsa, no una mochila, ¡mi maleta!) en la cajuela del taxi. Me di cuenta de ello hasta que llegué a documentar y el joven me pregunto: «¿Su equipaje?». Me senté en la sala de espera resignada, haciendo una recapitulación de todo lo que había perdido, en eso veo que llega corriendo el taxista cargando mi maleta. Ni siquiera aceptó lo que le estaba dando de agradecimiento.
En otra ocasión, en San Cristóbal de las Casas un taxista me prestó su celular porque no encontrábamos la dirección a la que íbamos. Se bajó del coche y abrió su paraguas para que no me mojara porque llovía, y no se fue hasta que me abrieron y comprobó que estuviera en un lugar seguro. No me cobró ni un centavo más de la cuota establecida, y yo para ese momento ya estaba dispuesta a donarle uno de mis riñones. Me he encontrado con taxistas que son buenos conversadores, que tienen un gusto musical exquisito, que me han devuelto lo que he olvidado en sus unidades y/o que manejan de una manera prodigiosa.
Pero, también me he topado con los otros: los que conducen mal y de malas, que tienen toda la intención de perder los tímpanos y que no tienen problemas en que el pasaje les acompañe en ese tormento, que son soeces, abusivos a la hora de cobrar y tienen sus unidades en mal estado.
Mi peor experiencia en un taxi fue una ocasión en la que el chófer, pretextando que me ayudaría a levantar mi celular que se había caído, me tocó la pierna sin ningún disimulo y con toda la intención de seguir avanzando hacía arriba, de manera instintiva le pegué con un termo que llevaba en la mano. El tipo se molestó tanto que me reclamaba a gritos porque le pegué. Para recuperar mi teléfono que tenía aún en su mano le di de nuevo con el termo en la cara, y me bajé como pude del carro porque el hombre estaba desbordado de coraje y tenía toda la intención de regresarme cada golpe que le había dado al triple.
Conté esta experiencia en un taller de «krav maga», y el instructor me cuestionó «¿Qué te falló ese día?» y yo pensaba que haber tomado ese taxi porque no entendía su pregunta. Y me dijo «Cuando sueltas un golpe, sueltas el otro, y el otro, no esperas a que tu oponente se recupere, sigues pegando hasta que tu tengas el control de toda la situación, sobre todo ustedes como mujeres que no solo se están la jugando la vida». Desde esa ocasión cada vez que tomo un taxi, sobre todo de noche, me paso en el camino pensando diversas formas de matar al chófer, en algunas de ellas ni uno de los dos sale vivo.
Hace una semana salí a una reunión con unos amigos, no era tan tarde y les dije que tomaría un taxi. Uno de ellos se ofreció a pedirme un Uber, y aunque siempre uso la aplicación en la Ciudad de México, en Tuxtla jamás la había utilizado. El precio era un poco más caro que lo que cobra un taxi de manera regular, pero tampoco era desmedido.
El conductor del Uber llegó y mi amigo me acompañó hasta la unidad y le dio un par de recomendaciones al conductor. El joven se bajó a abrirme la puerta, me preguntó si estaba bien el aire acondicionado, si quería escuchar algo…y me dio confianza. Le dije que era la primera vez que utilizaba la aplicación en la ciudad, y él me confesó que era su primer día de trabajo como conductor. ¡Qué coincidencia! Era nuestra primera vez.
Me contó que recién había sido papá, que tenía un trabajo, pero que no le daba el sueldo (¿a quién le da?) así que decidió meterse como conductor los fines de semana y después de su horario laboral. En ese día le había ido muy bien y confiaba que este segundo empleo con un horario más libre le diera para los pañales y la leche.
Le pregunté cómo funcionaba el sistema de uber, me confirmó algo que he pensado, que es muy ventajosa para la aplicación y explotadora para las y los conductores. También le cuestioné si les dan algún curso con perspectiva de género, un taller donde les digan «a las usuarias se les lleva a su destino, nunca se les mata». Me respondió que no.
La Secretaría de Transporte y Vialidad del Estado ha levantado unidades de Uber argumentando que no tienen permiso para prestar el servicio, pero la empresa, por su parte, asegura que tiene un amparo. A los conductores, que les han metido su automóvil al corralón, prácticamente los emboscan, alguien pide un servicio y quien les espera no es un usuario común, sino la grúa.
El recién graduado como «papá» me dice que lo que más teme es que le suceda eso. Está preparado para que un usuario le quite estrellitas, pero no su instrumento de trabajo.
No soy de las que piensa que Uber sea la solución al mal servicio de taxis en Tuxtla, pero al menos son una alternativa. En Chiapas se necesitan políticas públicas integrales en cuanto a movilidad, desde el diseño de las rutas de transporte y de vialidades, horarios, acciones que garanticen la seguridad de las y los usuarios, capacitación, revisión de la legislación, en fin…es mucho lo que se necesita hacer, y lamentablemente muy pocas se están realizando, y menos con perspectiva de género. Algo debemos de hacer.