Democracia a precio alzado

A propósito de la indignación que ha causado la bolsa de más de 12 mil millones de pesos para los partidos políticos en 2018, compartimos este artículo publicado en 2015 en el cual el expresidente del Instituto Federal Electoral, Luis Carlos Ugalde, plantea como una buena idea (fondear con recursos públicos a los partidos para que hubiera cancha pareja y evitar la penetración de dinero ilegal en las campañas) degeneró en un sistema de dispendio y corrupción

LUIS CARLOS UGALDE

[dropcap]E[/dropcap]l pluralismo y la alternancia fueron dos metas de la transición a la democracia en México: rotar el poder entre partidos y personas como si eso fuese sinónimo de democracia. Una vía para lograr esas metas fue inyectar dinero público al sistema electoral y de partidos. Por una parte, serviría para construir un sistema íntegro y confiable de organización electoral con el Instituto Federal Electoral (IFE) a la cabeza: su servicio civil de carrera y su estructura en los 300 distritos del país, así como la credencial para votar con fotografía.
Por otra parte, el dinero serviría para cerrar la brecha de desigualdad de ingresos y gastos entre partidos. Cuando aceptó su derrota en 1994 como candidato del Partido Acción Nacional (PAN) a la presidencia de la República, Diego Fernández de Cevallos dijo que la elección había sido legal pero inequitativa. Y efectivamente lo era. En aquel año el PRI habría gastado 70 por ciento de todos los recursos erogados en ese proceso electoral mientras el resto de los partidos sólo 30 por ciento.
Así, en la reforma electoral de 1990 se fundó el IFE y se creó una amplia burocracia nacional y regional en materia electoral que hoy sigue siendo garantía de profesionalismo e imparcialidad para organizar elecciones. Luego en la reforma de 1996 se creó un sistema de financiamiento público cuantioso que amplió la bolsa de recursos para los partidos y disminuyó la brecha que separaba al partido en el gobierno del resto de los competidores. Diez años después el sistema era más equitativo respecto a los gastos ejercidos.
Según los informes de los partidos políticos de 2006, la campaña presidencial de Felipe Calderón (PAN) habría gastado 584 millones de pesos, la de Roberto Madrazo (PRI-PVEM) una suma de 648 millones y la de Andrés Manuel López Obrador (PRD-PT-Convergencia) 616 millones. Aunque la información que reportan los partidos es en ocasiones incompleta y maquillada, esas cifras son indicativas de que la brecha de los años noventa se había reducido.
La fórmula de financiamiento público que cerró la brecha entre partidos se plasmó en el artículo 49 del Código Federal de Instituciones y Procedimientos Electorales (Cofipe), y decía que la bolsa a repartir entre los partidos para sus gastos ordinarios se obtenía —perdón por el galimatías— al multiplicar el costo mínimo de una campaña para diputado federal por el total de diputados a elegir y por el número de partidos con representación en las cámaras del Congreso de la Unión, más el costo mínimo de una campaña para senador multiplicado por el total de senadores a elegir y por el número de partidos políticos, más el costo mínimo de gastos de campaña para presidente de la República, que se calculaba al multiplicar el costo mínimo de gastos de campaña para diputado multiplicado por el total de diputados a elegir por el principio de mayoría relativa, dividido entre los días que duraba la campaña para diputado por este principio, multiplicándolo por los días que duraba la campaña de presidente (fin del galimatías).
Siempre me interesó entender la lógica de la fórmula. Eran demasiados factores que se sumaban y multiplicaban. Pensaba que detrás de ella yacía una profunda reflexión sobre el financiamiento justo de los partidos o sobre el punto óptimo de dinero para motivar la participación de los votantes. Después de mucho preguntar, alguien que participó en las negociaciones de aquella reforma de 1996 me dijo: «El presidente Zedillo [1994-2000] quería dos cosas: abatir la enorme disparidad en las condiciones de competencia entre partidos e independizar al PRI del financiamiento ilegal que había recibido del gobierno por décadas».
Y con nitidez me explicó la lógica (o falta de ella) detrás de la fórmula: «El presidente preguntó cuánto dinero necesitaba el PRI para independizarse y eliminar las transferencias por debajo de la mesa». El PRI habría hecho los cálculos y dado al presidente una cifra que quizá estaba «inflada» respecto a las necesidades reales del partido, pero fue la cifra que guió las negociaciones de la reforma electoral, refiere la fuente consultada. Entonces se pidió inventar una fórmula que arrojara esa cifra y dio como resultado el galimatías del párrafo anterior.
Aunque el PAN y el PRD resultaban beneficiados porque la nueva fórmula daba mucho dinero al PRI pero también al resto, ambos partidos denunciaron que era un abuso tan pronto la conocieron. Habían votado a favor de las enmiendas constitucionales de la reforma electoral, pero votaron en contra de los cambios legales porque ahí se incrustaba la fórmula de financiamiento. Se acusó en su momento que buscaban evadir el costo político sabiendo que lo absorbería el gobierno y el PRI y que ellos recibirían el dinero de cualquier forma.
Por ejemplo, senadores del PAN emitieron un boletín de prensa en diciembre en el cual decían que era «insensato aprobar un financiamiento público a los partidos por más de 2 mil millones de pesos, como lo hicieron los priistas, cuando millones de mexicanos viven en condiciones severas de miseria».
Efectivamente, la nueva fórmula hizo que la bolsa para financiar a los partidos pasara de 596 millones de pesos en 1996 a dos mil 111 millones en 1997, un salto de casi cuatro veces. Claramente, la comparación es inexacta debido a la inflación que el país vivía entonces y porque 1997 fue un año de elecciones intermedias. Pero si la comparación se hace entre 1995 y 1998 (dos años no electorales), el contraste es aún más pronunciado: el financiamiento se multiplicó casi ocho veces (cuatro y medio en términos reales).
Cuando recibió la primera ministración con los montos de la nueva fórmula en enero de 1997, el entonces presidente del PAN, Felipe Calderón, devolvió 40 millones de pesos a la Tesorería de la Federación en son de protesta (en su opinión era el exceso de lo que en realidad requerían). Lo mismo hizo en febrero, pero la querella se apagó rápidamente y, a partir de marzo, el partido aceptó en los hechos el nuevo monto de financiamiento.
Por su parte, Andrés Manuel López Obrador, entonces presidente del PRD, también denunció el incremento desproporcionado y dijo que usaría parte de los fondos para imprimir libros de texto gratuitos. Nunca se supo de libros impresos (la ley otorga esa atribución en exclusiva a la Comisión Nacional de Libros de Texto Gratuitos) y el dinero fluyó también a las arcas de ese partido.
El modelo de financiamiento público diseñado en 1996 se basó en una búsqueda genuina para abatir la desigualdad de gasto entre partidos, así como implantar el principio de que el dinero público prevaleciera —en todo caso y tiempo— sobre el privado, pero a partir de los requerimientos financieros del PRI. Por eso la nivelación de los partidos se hizo hacia arriba y no hacia abajo: eso es, en lugar de quitarle al PRI los recursos ilegales que recibía del gobierno, se les subieron los recursos al resto de los partidos para que el PRI mantuviera su «estilo de vida» sin hacer ningún sacrificio. Los partidos se convirtieron en administradores de «vacas gordas», según expresión de Jorge Alcocer, después de décadas de haber sobrevivido con poco dinero pero con mucha convicción, sacrifico y trabajo voluntario. Ahí empezaba el ciclo destructor de la mística de la lucha opositora. Según el mismo Alcocer, «el dinero en exceso pudrió a los partidos».
En 2007 hubo una reforma electoral que cambió la fórmula de financiamiento para —según sus promotores— abaratar el costo de la democracia electoral. La nueva ecuación dice que la bolsa de financiamiento se obtiene al multiplicar 65 por ciento del salario mínimo vigente para el Distrito Federal por el número de ciudadanos inscritos en el padrón electoral. Nuevamente surgen preguntas. ¿Por qué se usa el porcentaje de 65 por ciento del salario mínimo en lugar de 20 por ciento como era en muchas entidades del país? ¿Por qué se usa el padrón electoral en lugar de la lista nominal que es el catálogo de los ciudadanos que efectivamente pueden votar?
Una vez más, buscando una explicación filosófica al problema, alguien que participó en las negociaciones me dijo: «No busques debajo de las piedras. La cosa fue muy simple. Se quería simplificar la fórmula incomprensible de 1996, dejar intacto el financiamiento ordinario de los partidos pero reducir el de campañas dado que los partidos ya no tendrían que pagar por los spots que transmitían en radio y TV». (Según estimaciones de entonces, los gastos en medios electrónicos representaban hasta 60 por ciento de los gastos de campaña y la reforma de ese año hizo gratuito el acceso.) «Igual que en 1996, se acordó primero el monto y luego se buscó la fórmula que arrojara el número deseado».
Y aunque el financiamiento para gastos ordinarios se mantuvo intacto, sí se redujo 50 por ciento el de campañas presidenciales y 70 por ciento el de campañas intermedias. Sin embargo, si se considera que a partir de esa reforma el tiempo aire para transmitir spots es gratuito, en realidad los partidos aumentaron su ingreso disponible porque la reducción de las prerrogativas fue mucho menor que el aumento del financiamiento en especie vía tiempos en medios electrónicos. Hubo menos presupuesto líquido para campañas pero los partidos salieron ganando.
En 2014 hubo otra reforma electoral que mantuvo la fórmula de financiamiento para partidos nacionales pero aumentó el dinero de los partidos en el ámbito estatal, una medida que pasó desapercibida en la discusión pública. (Debe subrayarse que en México los partidos reciben financiamiento por dos vías: como partidos con registro nacional ante el INE y como partidos con registro estatal ante los institutos locales.) La reforma mandató a que las entidades del país homologaran sus fórmulas respecto a la federal. Como en la mayoría de las entidades el factor que se usaba para determinar la bolsa de partidos era menor a 65 por ciento del salario mínimo —en muchas era de 20 por ciento — el resultado será un incremento de 52 por ciento en el financiamiento a los partidos en el ámbito estatal. Aunque la reforma había prometido —igual que la de 2007— que se abarataría el costo de la democracia, en los hechos se aumentó el dinero de los partidos políticos.
En las reformas de 1996, 2007 y 2014 brilló por su ausencia un debate vigoroso sobre las calidades, cualidades y montos que un sistema efectivo y justo de financiamiento de partidos políticos debe tener para propiciar equidad pero evitar el dispendio, la corrupción y otras calamidades que acompañan el exceso de dinero en la política. En la reforma de 1996 se hizo el ejercicio al revés: primero se definió un monto acorde a los requerimientos del PRI y luego se inventó la fórmula; en la de 2007 se adoptó una fórmula para reducir el financiamiento de campañas pero mantener intacto el ordinario; en la de 2014 simplemente se aumentó el financiamiento de los partidos en el ámbito estatal de forma silenciosa sin que hubiese una justificación.
Se ha repetido una y otra vez la nobleza de contar con un sistema de financiamiento público predominante como antídoto a la influencia indebida del dinero en la política. Los discursos oficiales lo alaban y denuestan a las contribuciones privadas. Pero de manera silenciosa el dinero privado ha penetrado las campañas y hoy ya es la fuente predominante para financiar muchas de ellas. Estamos en el peor de dos mundos: mucho dinero público y cada vez más dinero privado de fuentes desconocidas que cobra su tajada a los candidatos una vez que ocupan la silla del poder. Se sembró así el germen del poder corruptor del dinero en la vida de los partidos. Empezaría así su descomposición.
El costo presupuestario de la democracia electoral en 2015 —tanto en el ámbito nacional como estatal— es de 34 mil 505 millones de pesos. En 2009, la última elección intermedia, fue de 26 mil 755 millones en pesos constantes, eso es un incremento en términos reales de 29 por ciento. Aunque la reforma de 2014 prometió «abaratar» el costo de las elecciones, lo que se observa es un incremento constante para financiar a los partidos así como a las autoridades electorales y sus burocracias que administran una legislación cada vez más abultada y barroca.
En el caso particular del IFE-INE, su presupuesto —sin incluir prerrogativas de partidos— pasó de ocho mil 958 millones de pesos en 2003 a 13 mil 216 millones en 2015 (en términos reales con base en este último año). Tan sólo en 2009 era de 10 mil 265 millones, lo cual significa un incremento real en los últimos seis años de 28.7 por ciento. Claramente, el INE realiza nuevas atribuciones que lo han encarecido, pero si ahora los institutos electorales de los estados hacen menos labores, entre ellas la fiscalización que fue absorbida por la autoridad nacional, lo natural sería que el presupuesto operativo de éstos se hubiese decantado. No obstante, también aumentó en 32 por ciento en términos reales entre 2009 y 2015, años comparables.
En el caso de los partidos, su financiamiento también ha aumentado, a pesar de que la reforma de 2007 redujo los fondos para campañas (aunque no aquellos para actividades ordinarias). En los últimos seis años el total de financiamiento federal que reciben los partidos se ha incrementado en 21.4 por ciento en términos reales. En el ámbito estatal ha sido de 38 por ciento. Que en las entidades sea mayor el aumento se debe —como ya se dijo— al hecho de que en 2014 todos los estados con elecciones locales en 2015 cambiaron la fórmula de financiamiento y adoptaron un nuevo factor de 65 por ciento del salario mínimo por mandato de la reforma electoral.
El costo (aunque no presupuestario) de la democracia electoral también incluye el financiamiento privado que reciben los partidos. Hay topes cuya lógica es inentendible: para las aportaciones de militantes es 2 por ciento del financiamiento público ordinario equivalente a 78 millones de pesos por partido en 2015; para las aportaciones de candidatos y de simpatizantes es 10 por ciento del tope de gasto para la elección presidencial inmediata anterior (33.61 millones en 2015); y para aportaciones de simpatizantes es 0.5 por ciento también del tope para la campaña presidencial (1.68 millones por persona en 2015). En 2012 el financiamiento privado legal reportado al IFE fue de 908 millones de pesos, siendo el PRD, sorpresivamente, el partido que más recaudó y por mucho: 725 millones de pesos según el IFE, casi 80 por ciento del total.
Además del financiamiento privado legal, un estudio de Integralia y el Centro de Estudios Espinosa Yglesias, refiere que la mayor parte de los fondos privados que fluyen a las campañas no se reportan y pueden significar hasta 70 por ciento u 80 por ciento de los gastos totales. En ocasiones esos fondos no pasan por las tesorerías de las campañas sino que se «ejercen» desde algún gobierno o desde alguna empresa o simplemente se erogan por un particular que paga al proveedor para que ésta dé algún servicio a cierta campaña o candidato. Según un artículo mío publicado en nexos de febrero de 2015, «¿Por qué más democracia significa más corrupción?», una campaña de gobernador en México tiene un tope legal de gasto que en promedio se ubica entre 40 y 50 millones de pesos, pero en la realidad puede costar entre 400 y 700 millones. El diferencial entre lo legal y lo real se cubre con aportaciones no reportadas (líquidas o en especie).
Además del presupuesto para la operación de las burocracias electorales y del financiamiento —reportado y no reportado— a los partidos y las campañas, hay un costo económico adicional muy significativo: el valor comercial de los spots de radio y TV. Como resultado de las reformas electorales de 2007 y 2014, los partidos disponen durante el periodo de precampañas de 30 minutos diarios en cada una de las dos mil 556 estaciones de radio y TV del país; 24 minutos durante el periodo de intercampañas, así como 41 minutos durante el periodo de campañas. Eso significa que en 2015 los partidos dispusieron de tiempo para transmitir 24.2 millones de spots de 30 segundos para difundir su propaganda electoral.
El tiempo aire que se otorga de forma «gratuita» a los partidos tiene un valor comercial y constituye un financiamiento en especie a los partidos. Según una estimación realizada por Integralia, si los partidos adquirieran de forma directa el tiempo para spots que ahora reciben de forma gratuita, tendrían que pagar —tan sólo para las 116 emisoras concesionadas del DF y Estado de México— alrededor de 15 mil 814 millones de pesos, eso es, casi 160 por ciento del financiamiento total de los partidos que en 2015 será de 9 mil 460 millones a nivel nacional y estatal. La estimación del valor para todo el país no se ha realizado por falta de información de las tarifas comerciales, pero una vez que se haga la cifra será muy superior.
Si se suman todos los factores del costo conocido y reportado de la democracia electoral: financiamiento público de autoridades y partidos más el valor comercial de los spots (hasta ahora sólo en el Distrito Federal y Estado de México), el costo global de la democracia electoral mexicana asciende en 2015 a 50 mil 319 millones de pesos. Si se sumase el financiamiento privado legal (aún desconocido en 2015), así como el valor de los tiempos aire en todo el país la cifra podría aumentar varios miles de millones de pesos, y si además se añadieran las contribuciones ilegales y no reportadas para campañas (que pueden representar varias veces el gasto reportado), el costo económico (que no presupuestario) de la democracia electoral mexicana, tan sólo en 2015, podría llegar a varias decenas de miles de millones por arriba de los 50 mil 319 millones que es el costo que hoy se puede documentar (el piso). Haga usted las cuentas.

Con la reforma electoral de 1990 se crearía el organismo que antes se conocería como Instituto Federal Electoral (IFE) como autoridad en materia electoral que debía ser garantía de profesionalismo e imparcialidad para organizar las elecciones; pero en 1996, se creó un sistema de financiamiento público que amplió la bolsa de recursos para partidos que disminuyó la brecha que separaba la ventaja del partido de gobierno con respecto al resto de los competidores.
La fórmula para ello es un «galimatías» consagrado en el artículo 49 del Cofipe, con lo que se validó el deseo del entonces presidente de la República, Ernesto Zedillo: independizar al PRI del financiamiento ilegal que había recibido del gobierno, por lo que la propuesta pasó de ser una buena idea a degenerarse en un sistema de dispendio y corrupción.
A continuación, se presenta la segunda entrega del artículo que en 2015, el expresidente del IFE, Luis Carlos Ugalde, publicó en la revista Nexos, en el que da cuenta del proceso de envilecimiento de una iniciativa que debió aportar a la democracia y que ha dado como consecuencia que ahora a los partidos se les asigne obscenas cantidades de dinero en cada jornada electoral.

Los enfoques

¿Es mucho o poco lo que México destina para financiar su democracia electoral? Hay dos enfoques para contestar la pregunta: a) comparativo con otros países; b) análisis con respecto a su peso en el presupuesto de egresos y el tamaño de la economía.
Las comparaciones entre países respecto al costo de la democracia señalan que México está entre los que más recursos destinan a financiar su sistema electoral. Debe advertirse que las comparaciones internacionales son imprecisas por cuatro razones. Primero, porque los sistemas varían —desde aquellos con sistemas de financiamiento privado predominante como Estados Unidos hasta aquellos de financiamiento público predominante—. Segundo, porque el desembolso puede ser previo o posterior a la elección y porque en muchos países —igual que en México— hay subsidios en especie difíciles de cuantificar. Tercero, porque el universo de votantes varía desde países como Costa Rica con tres millones de electores hasta la India con más de 800 millones. Cuarto, porque pocos países cuentan con una autoridad electoral con tantas atribuciones como el INE en México y además con tribunales especializados y hasta con fiscalías de delitos electorales.
Según la Fundación Internacional para Sistemas Electorales (IFES), el promedio del financiamiento público en México fue 18 veces superior al de los países de América Latina en el periodo 2001-2004. Otro estudio de la Organización de Estados Americanos (OEA) muestra que México tiene el monto más elevado de subsidio directo a partidos y campañas en América Latina (con información del periodo 2005-2011). Asimismo, que ocupa el cuarto lugar respecto al monto por votante registrado. Según el Centro de Estudios Sociales y de Opinión Pública, el subsidio directo por votante entre 25 democracias del mundo ubica a México en el quinto lugar en el periodo 1995-2005.
Respecto al segundo criterio de valoración, en 2015 el costo presupuestario de la democracia electoral en el ámbito federal será equivalente a casi 0.5 por ciento del presupuesto de egresos de la federación (PEF). Algunos pueden argumentar que es una fracción mínima pero el asunto puede verse desde otro ángulo: ese presupuesto de 21 mil 786 millones de pesos es mayor que el de muchas entidades del país o equivalente a 30 por ciento de aquel destinado al Seguro Popular o mucho mayor de lo que se destinará al Programa Nacional de Becas para niños y jóvenes (13 mil 800 millones en 2015). Si el análisis se hiciese respecto al tamaño de la economía, el valor económico de la democracia electoral nacional y estatal (la parte conocida de 50 mil 319 millones de pesos) representa 0.28 por ciento del PIB. Si se añadieran los costos ocultos y no reportados el porcentaje podría llegar quizá a 0.6 por ciento.
En los últimos 20 años, el costo presupuestario acumulado de la democracia electoral ha sido de cientos de miles de millones de pesos. Esa inversión debe evaluarse respecto al grado de cumplimiento de los objetivos planteados cuando se diseñó el sistema en los años noventa, a saber: transparencia y legalidad en la organización de los comicios, equidad en la competencia entre partidos y prevenir la influencia indebida del dinero en la política y las campañas. ¿Qué tanto se han logrado esos tres objetivos?
Los beneficios han sido significativos en materia de transparencia y legalidad: la construcción de un andamiaje institucional para organizar elecciones de clase mundial que han llevado al INE, antes IFE, a ser incluso capacitador de autoridades electorales alrededor del mundo. Ciertamente, hay un margen para hacer lo mismo con menores recursos, pero puede concluirse que respecto al primer objetivo la inversión ha dado resultados.
En materia de equidad también ha habido resultados positivos que sin embargo empiezan a revertirse. Como ya se mostró anteriormente, entre 1994 y 2006 la brecha de gastos entre partidos se redujo significativamente y ello contribuyó al mayor pluralismo y la alternancia que se ha dado desde la presidencia de la República hasta gobiernos estatales y municipales. Sin embargo, la misma equidad podría lograrse con una nivelación a la baja si los recursos de todos los partidos fueran menores. Equidad no significa mucho dinero sino piso parejo para competir.
Respecto al tercer objetivo —independencia del dinero privado o ilegal— el modelo de financiamiento público ha fracasado. Como lo documenta el artículo publicado en nexos ya citado, las campañas se fondean con recursos públicos que ministran los institutos electorales pero cada vez más mediante donaciones ilegales de particulares, desvío de recursos públicos e incluso —en algunos casos— mediante contribuciones del crimen organizado. Por cada peso que reportan los partidos en sus informes de gastos de campaña podría haber hasta tres más que fluyen por debajo de la mesa. Por ello muchos candidatos llevan sistemas dobles de contabilidad: uno para entregar a la autoridad, en el cual se ajustan los montos para no rebasar los topes legales; y otro donde se asientan los gastos reales (en ocasiones algunos gastos se ejercen desde gobiernos, empresas o mediante pagos que realizan particulares de forma directa a los proveedores).
El fracaso para evitar la influencia indebida del dinero en las campañas se debe a dos factores. Primero, que «dinero llama dinero». El aumento de las prerrogativas en 1996 fue súbito y enorme. Como ya se dijo, los partidos recibieron de la noche a la mañana casi cuatro veces más dinero. Asimismo, la fórmula permitió que la bolsa creciera de forma continua (en aquellos años incluía el factor del número de partidos como variable de cálculo, por lo que entre más de ellos obtenían registro, la bolsa crecía más). El aumento del precio del petróleo a partir de 2004-2005 detonó las trasferencias federales a gobiernos locales que vieron florecer su liquidez. Sin sistemas adecuados de fiscalización muchos gobernadores desviaron recursos para financiar campañas y así garantizar la continuidad de su partido (y su protección personal futura).
En lugar de que el subsidio público diera certeza y estabilidad a los partidos, despertó su ambición y la de aquellos que vieron en las campañas una fuente de negocio: los medios de comunicación (primero los medios electrónicos y luego la prensa escrita), las redes clientelares y de mercenarios de la movilización y compra del voto, así como algunos militantes de los partidos que en ocasiones compiten con el fin de enriquecerse con los recursos de la campaña. Los subsidios generosos resultaron insuficientes para colmar el apetito de estos grupos. Asimismo, la mayor competitividad electoral elevó los costos de algunos servicios, notoriamente para movilizar y comprar el voto. Dinero llamó más dinero.
La segunda causa del fracaso del sistema de financiamiento público se debe a que el modelo está desalineado entre sus partes: la fórmula para calcular la bolsa a distribuir, los topes de campaña, los topes de financiamiento privado y los costos reales de una campaña carecen de una relación armónica. Por ejemplo, el límite para las aportaciones privadas es 10 por ciento del tope de gastos de campaña para presidente de la República. No hay lógica en esa tasa, como tampoco tiene lógica la forma como se estima el tope de gastos para campaña presidencial. Otro ejemplo: el financiamiento que reciben algunos partidos es mayor al que pueden gastar. En 2012 la Coalición Compromiso por México (PRI y PVEM) recibió mil 388 millones de pesos de financiamiento ordinario y 694 millones para gastos de campaña. Ese mismo año sus gastos de campaña no podían exceder de mil 154 millones de pesos para las 629 campañas federales: una de presidente, 500 de diputados federales y 128 de senadores. (Los ingresos ordinarios con frecuencia se usan para financiar actividades o materiales de campaña.)
El dinero es necesario para financiar la democracia pero es también su veneno y corruptor principal. Pocos recursos pueden significar sistemas fallidos para administrar elecciones, falta de padrones confiables de electores o que los partidos, por falta de recursos, se vendan a los ricos para ganar elecciones. En el otro extremo están los sistemas con mucho dinero. Por una parte, ello facilita sistemas sofisticados y profesionales para organizar elecciones y fondos abundantes —públicos y privados— para pagar campañas. También puede generar adicción de quienes ven en las elecciones oportunidad para hacer negocios —candidatos, medios, mercenarios electorales y líderes sociales y comunitarios— o quienes hacen un modus vivendi al vivir al amparo de las burocracias de los partidos.
¿Qué hacer? Cinco cosas: 1) reducir los montos de financiamiento público ordinario de los partidos; 2) alinear los componentes del sistema: fórmulas de financiamiento público y privado y topes de gasto; 3) reducir estructuralmente los costos de las campañas electorales; 4) volver inciertos los beneficios de las donaciones privadas ilegales; 5) reorientar el modelo de fiscalización de campañas.
1. Reducir los montos de financiamiento público ordinario de los partidos es una vía para socavar los cimientos de las clientelas y burocracias que se han incrustado en la industria de las campañas y en los partidos. Asimismo, para contener la burocratización de los dirigentes de muchos partidos políticos que con frecuencia viven del presupuesto dejando de lado convicciones de lucha. Surge así la lógica del confort: oficinas, sueldos, secretarios, choferes y automóviles. La política de la burocracia ha alejado a los partidos de la sociedad que los ve como privilegiados en lugar de sus representantes.
Es preciso revisar la fórmula de financiamiento con una metodología base cero. Desechar lo que hay y empezar de nuevo con preguntas simples pero básicas: ¿Cuál es el objetivo central del sistema de financiamiento de partidos? ¿Nivelar la cancha de juego? ¿Garantizar la independencia financiera de los partidos? ¿Darles fondos suficientes para que cuenten con burocracias profesionales? ¿Cuál es el nivel óptimo para evitar que el dinero se convierta en germen de oportunismo en lugar de semilla de una competencia vigorosa y equitativa entre partidos? ¿Cuál es el costo real de una campaña en México? ¿Cuál debería ser el gasto «sensato» que promueva la participación ciudadana pero evite el financiamiento paralelo de las campañas?
2. Alinear los componentes del sistema: fórmulas de financiamiento público y privado y los topes de gasto de campañas.
Junto con la revisión de la fórmula de financiamiento público, también debe revisarse la de financiamiento privado: usar lentes nuevos sin estereotipos y ver sus aspectos positivos y también sus riesgos. Hay dos opciones: seguir estigmatizando el financiamiento privado (que ya es mayoritario) o encontrar nuevas fórmulas para transparentarlo y legalizarlo (con límites y fórmulas más realistas). El financiamiento privado no es malo en sí mismo sino cuando está muy concentrado en pocas manos que donan grandes cantidades. En países como México con alta desigualdad es difícil lograr un financiamiento democrático o popular donde muchos den poco, pero puede irse abriendo la puerta con prudencia.
Repensar los topes de campaña: por una parte no han evitado los gastos excesivos; por otra, estimulan que se oculte financiamiento y gasto para evitar sanciones. ¿Debe haber topes o mejor ajustar los montos de financiamiento público a la baja y garantizar que no haya fondos ilegales en las campañas? Que el rebase de topes de gasto sea hoy causa de nulidad de una elección es una medida ineficaz en sí misma si no se atacan la raíces del problema: la liquidez que facilita los pagos del clientelismo electoral, la adicción de dinero «político» de los medios de comunicación y la opacidad e ilegalidad del sistema paralelo de financiamiento privado a las campañas.
3. Reducir estructuralmente los costos de las campañas electorales. Ésta es la medida central para atacar el problema desde sus raíces. Como la guerra contra las drogas: mientras no se reduzca el consumo, la estrategia de persecución de narcos tendrá éxito muy limitado.
Combatir el pago de cobertura informativa. Se requiere mitigar la «adicción» de algunos medios, sobre todo locales, de los dineros de los gobiernos y de las campañas. Una propuesta para minar esa adicción sería reducir o incluso prohibir la publicidad oficial en todo momento, no sólo durante el periodo electoral, con excepción de las campañas de interés público como salud y seguridad públicas. Ello con el fin de estimular un sistema de medios de comunicación (prensa, radio y TV) que viva de su audiencia y de los anunciantes y no de los presupuestos públicos y de los partidos y las campañas.
Aunque se trata de una práctica difícil de combatir por su arraigo social, deben atacarse con inteligencia las prácticas de clientelismo electoral en sus diversas vertientes (movilización e intento de compra de voto). Aunque su eficacia es incierta y limitada, los candidatos gastan sumas enormes de efectivo en prácticas clientelares y, cada vez más, son los propios grupos organizados desde la sociedad los que piden e incluso «extorsionan» a las campañas en busca de beneficios económicos a cambio de votos. Si combatir el clientelismo es un reto muy complejo (reitero, porque se trata de un fenómeno voluntario de beneficio para muchas comunidades), una alternativa es rastrear y dificultar el uso de efectivo que se usa para pagar esas prácticas.
4. Volver inciertos los beneficios de las donaciones privadas ilegales. Romper la lógica del sistema de intercambio entre quien da dinero a una campaña en espera de un pago futuro cuando su candidato sea gobernador o presidente municipal o delegado. El sistema de pago más conocido es dar contratos de obra pública o de adquisiciones, o bien, permisos de diversa índole (restaurantes, bares, establecimientos mercantiles, derechos de uso de vía). Revisar el sistema de contrataciones gubernamentales y de licitación de obra pública en todos los ámbitos, así como el otorgamiento de licencias y permisos es más relevante para atacar el financiamiento ilegal de las campañas que darle al INE más atribuciones de fiscalización. Cuando un donador perciba que dar dinero a una campaña es una inversión riesgosa porque es difícil que su candidato le pague con obra, contratos o permisos una vez en el poder, la lógica del juego cambiará y el problema se reducirá.
5. Reorientar el modelo de fiscalización que poco ha contribuido para disuadir infracciones ni gastos excesivos. Actualmente el sistema se basa en los informes de gastos —con frecuencia incompletos y maquillados— que los partidos presentan a la autoridad. A partir de 2015 hay un nuevo sistema en tiempo real para que las campañas hagan reportes semanales directamente en un sistema administrado por el INE, pero eso no evita que los propios candidatos suban la información de forma selectiva para evitar rebasar topes de campaña o dar a conocer ingresos ilegales. Aunque el Instituto hace una compulsa de lo reportado con algunos gastos que monitorea de forma independiente (notoriamente, los espectaculares que son observables y medibles), buena parte del gasto no reportado es muy difícil de ser detectado porque se usa para pagar la movilización o la cobertura informativa, que por su naturaleza ocurre en efectivo sin pasar por el sistema financiero. En lugar de descansar en un sistema de fiscalización que de origen revisa sólo una parte de lo que ocurre en la realidad, el sistema debiese dar un vuelco y concentrarse en los ingresos para detectar desvío de recursos públicos o dinero del crimen organizado. El sistema actual es inoperante para rastrear esos recursos y para lograrlo debe contar con sistemas de inteligencia financiera y ser apoyado por la fiscalización de las haciendas locales que llevan a cabo los órganos de fiscalización superior a fin de hacer más difícil la triangulación de fondos entre partidas presupuestales o la facturación a empresas fantasma que son vías para financiar campañas.
El eje central para recomponer la salud del sistema de financiamiento público de la democracia electoral requiere reducir los montos pero sólo a partir de reducir también el costo excesivo de las campañas. Ambas medidas deben ir de la mano para que sean sostenibles. Quitarles dinero a los partidos sin extirpar el clientelismo electoral o la venta de cobertura informativa durante periodos de campaña sería vulnerar aún más a los partidos y candidatos.
Buena parte del germen de la creciente corrupción que florece por doquier y que se ha democratizado en los últimos años proviene de una mala ecuación entre dinero y democracia: un sistema de financiamiento de los partidos y las campañas que ha generado incentivos perversos que han deteriorado la calidad de los cuadros políticos y atraído a miles de oportunistas a la caza de oportunidades de negocio y de enriquecimiento personal. No es que la corrupción sea nueva, pero la forma como se trató de nivelar la cancha de juego entre partidos en la década de 1990 sembró una espiral perversa que ha contribuido a ensanchar la corrupción política en México.
La solución no consiste en desaparecer el financiamiento público, obviamente, sino en mantenerlo pero repensando sus objetivos y recalculando sus montos. Requiere que los principales beneficiarios de la danza de los millones se ajusten el cinturón. Requiere reducir el confort de los partidos para que se comporten como partidos y sean actores de lucha política, no agencias de colocación de personal. Requiere quitarnos las gafas de los años noventa y ponernos nuevas para discutir con seriedad una nueva reforma electoral base cero.

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