Descubrir que es un condn a los 40 años

Las comunidades indígenas de Chiapas sufren enormes carencias e inequidades en salud materno-infantil. El programa Salud Mesoamérica trabaja para paliarlas

Pablo Linde / El País

[dropcap]E[/dropcap]n Majupepentic, una pequeña comunidad del estado de Chiapas (México), saben lo que es trabajar el campo para comer. Saben tejer sus ropas y moverse con soltura por los caminos polvorientos, pedregosos o embarrados que llegan a sus diseminadas casas. Saben hablar tsotsil, su lengua materna y, algunos, también castellano. Lo que muchos no saben es qué es un condón, una pastilla anticonceptiva o, en general, la planificación familiar. O, al menos, no hasta hace muy poco.
En este contexto es frecuente que las parejas tengan seis, ocho, 10 hijos. Y también lo es que todos ellos nazcan en sus casas, con la única asistencia de una partera tradicional, que suele manejar bien los alumbramientos rutinarios, pero cuyos conocimientos y capacidades son insuficientes en caso de complicaciones. Son comunes los embarazos sin control médico alguno, igual que el puerperio (la recuperación tras el parto). Resulta habitual la desnutrición crónica y la anemia en los niños, así como las diarreas agudas que, a veces, terminan con las vidas de los bebés.
En Majupepentic, como en muchas otras comunidades cercanas, todo esto está cambiando. Están enclavadas en lo que se conoce como región mesoamericana, que comprende todos los países de Centroamérica y los nueve estados del sur de México. Es un lugar profundamente desigual, donde los más pobres —en la mayoría de las ocasiones, pertenecientes a comunidades indígenas— carecen de los recursos más básicos en salud. Para luchar contra esta inequidad se puso en marcha en 2012 el programa Salud Mesoamérica, financiado con 155 millones de dólares por la Fundación Carlos Slim, el Gobierno de España, la Fundación Bill y Melinda Gates y la administración mexicana e implementado por el Banco Interamericano de Desarrollo (BID). El objetivo era atender al 20 por ciento más pobre de la población, a casi 260.000 niños que padecen esta situación.
No solo es cuestión de dinero. Llegar a estas poblaciones requiere tiempo y entendimiento. Las costumbres ancestrales no se modifican de la noche a la mañana, por mucho que las estadísticas respalden estos cambios. Sus habitantes suelen estar poco familiarizados con la estadística. El diálogo intercultural comenzó a principios de este año en Majupepentic. La estrategia era que el propio pueblo se implicara para llegar a todos sus componentes con una plataforma de salud que sería encargada de identificar a embarazadas, asesorarlas, emplazarlas a visitar al médico y brindar información de planificación familiar; todo ello tras una etapa de formación por parte de los profesionales sanitarios de la zona.
No fue sencillo convencer a la comunidad para que participara. Necesitaban a un grupo de una veintena de personas que dedicase tiempo desinteresadamente a algo que en un principio no era una preocupación para ellos, sustrayéndolo de sus labores cotidianas en el campo y el cuidado de la familia. No querían comprometerse con el proyecto un año entero; a lo sumo, seis meses les parecía más que suficiente. La doctora Lesbia Guillén, asistida por la traducción de quienes dominan el castellano, trataba en enero de hacerles ver la importancia del esfuerzo, ante las miradas escépticas de la comunidad. Pero el rostro de Verónica Pérez, una vecina de 48 años con siete hijos, era distinta. «Tuve una complicación en uno de los partos y mi niño nació muerto. No quería que esto le sucediera a nadie más aquí», explica. Guillén vio cómo comenzó a hablarle a la comunidad en tsotsil; ella no entendía lo que decía, pero las expresiones de los lugareños comenzaron a cambiar. Poco después estaba constituida la plataforma de salud de Majupepentic.
Tanto en el pueblo como en las comunidades cercanas, lo normal era que el médico de la zona ni se enterase de los partos. Eso en el caso de que hubiera servicio de salud, porque se trata de un área de influencia zapatista donde, en los pueblos que siguen controlados por este movimiento, no llega la sanidad oficial, ni siquiera de forma precaria. Cuando sí cuentan con un centro de salud, lo más frecuente es que la madre acuda semanas o meses después del alumbramiento, cuando ya estuviera totalmente recuperada y cuando, también, hubiera superado la etapa más crítica para su salud y la del bebé.
Para evitar esto, la primera misión de las plataformas era ir casa por casa buscando mujeres embarazadas y emplazándolas a visitar al médico. En Muctahuitz, una comunidad cercana a Majupepentic, tienen colgado un póster en el centro de salud con un plano del pueblo. Cada grupo de viviendas está pintada de un color; y cada uno corresponde a un responsable de la plataforma, cuya misión es estar atento a todo lo que pase en ellas en cuestión de salud materno-infantil. «No es un programa que simplemente vaya al terreno a decir a la gente lo que tiene que hacer, sino que les corresponsabiliza de su salud», asegura Ignez Tristao, de la división de protección social y salud del BID.
Los resultados en ambas comunidades, todavía provisionales, han sido rápidos y muy esperanzadores. La mayoría de indicadores han cambiado radicalmente en tan solo unos meses. En Majupepentic, el año pasado solo un 38 por ciento de las mujeres acudió al médico en el primer trimestre de su embarazo; en lo que llevamos de año, ha subido al 82 por ciento. En 18 municipios de la zona donde se ha implantado el programa Salud Mesoamérica, que incluyen 350 plataformas, en los nueve primeros meses del año pasado se habían registrado 12 muertes maternas. En el mismo periodo de 2017, se redujeron a cinco.
Además de la vigilancia de los miembros de la plataforma para que las embarazadas estén al día de sus controles médicos antes y después del parto, para lograr esta cifra es fundamental la capacitación de las parteras. María López, de 63 años, lleva desde los 15 haciendo esta labor. Ha perdido la cuenta del número de nacimientos que ha atendido, pero se cuentan por cientos. «Ya llevo referidas a dos embarazadas al hospital cuando se han presentado complicaciones. Antes me limitaba a darles unas hierbas», explica. En el caso de Marcela Pérez, otra partera de 45 años, su recurso era «llamar a otra» para que le echase una mano. Los protocolos que han aprendido les dan herramientas para atender los alumbramientos con mejores garantías, y también para saber cuándo ya no pueden hacer nada y es mejor enviar a la embarazada a un centro hospitalario.
Algo parecido ha ocurrido con la conciencia que van adquiriendo los habitantes de estas comunidades con respecto a la salud de sus hijos, especialmente cuando son más pequeños y vulnerables. En cada una de ellas se ha creado lo que denominan una Casa amiga del niño y la madre. Uno de los miembros de la plataforma es encargado de tener en su domicilio los recursos básicos en caso de enfermedad. Una especie de farmacias de urgencia que cuentan, por ejemplo, con sales de rehidratación cuando el bebé tiene diarrea, una de las principales causas de muerte en los primeros meses de vida en estos entornos. Javier Ruiz, el encargado de la casa de Muctahuitz, asegura que ha atendido a más de una decena de familias en lo que va de año.

Planificación familiar, un concepto que era desconocido

De la mano de las mejoras en salud materno-infantil, estas comunidades están aprendiendo otro concepto que para la mayoría de ellas era completamente desconocido: la planificación familiar. Felipe Pérez, de 27 años, tiene siete hermanos, pero tan solo dos hijos. Ahora se está pensando si buscar el tercero. De momento, él y su pareja se lo piensan, evaluando los costes y las implicaciones. Un caso así supone un paso de gigante en un lugar en el que tradicionalmente, la filosofía de la paternidad era más cuantitativa que cualitativa: cuantos más hijos, mejor.
Pero no todos los hombres están igual de concienciados. Margarita Arias, de 38 años, es una de las encargadas de divulgar los distintos métodos que la comunidad tiene disponibles de forma gratuita en Majupepentic. «Hay muchas señoras que vienen a escondidas a pedirlos porque sus maridos no quieren usarlos. O se avergüenzan», relata. Ella misma, madre soltera de tres niños, hasta que no llegó el programa no sabía «prácticamente nada» de planificación o preservativos: «La tradición era cuidarnos con plantas, pero no era efectivo». Débora Gómez, con 26 años y tres hijos, reconoce que ni siquiera sabía lo que era un condón. Además de desconocido, era un tema tabú, del que ahora habla tranquilamente y con cierto orgullo delante de todos sus compañeros de la plataforma de salud.
En Chiapas, Salud Mesoamérica está en su segunda etapa de operaciones dando servicio a más de un millón de ciudadanos de 30 municipios que están entre los más pobres de una de las zonas más pobres del país. El programa terminará a mediados del año que viene, pero los conocimientos que ha sembrado en estas comunidades permanecerán con ellas.

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