Por Mario Escobedo
La manipulación de los datos sobre inmigración y delincuencia no es nueva, pero hoy más que nunca se utiliza como herramienta política para avivar pánicos morales y reforzar valores xenófobos. Prueba de ello son los discursos de odio y las políticas implementadas recientemente por el presidente número 47 de los Estados Unidos. Basta con hacer un recorrido por TikTok, YouTube o las noticias para observar cómo la agencia encargada de la migración lleva a cabo redadas en diferentes ciudades, deteniendo a migrantes de una forma que evoca los episodios más oscuros de la historia. Las imágenes de familias separadas, niños llorando y personas esposadas en masa no distan mucho de las escenas de represión que hace casi un siglo protagonizó la SS nazi.
El problema central radica en los estereotipos. Como ha señalado el sociólogo Stuart Hall, los estereotipos no son simples exageraciones o falsedades, sino verdades a medias que simplifican y distorsionan la realidad. Son narrativas que buscan encajar a un grupo de personas dentro de una categoría rígida: el migrante como criminal, como amenaza, como invasor. Lo mismo ocurre con la imagen del mexicano que, en el imaginario estadounidense, sigue siendo el hombre del sombrero, el zarape y la botella de tequila bajo un árbol. Estos discursos, impulsados desde el poder, moldean la percepción social y justifican políticas represivas con la excusa de la seguridad nacional.
El poder, como bien analizó Michel Foucault, no solo reprime, sino que produce realidades. En su estudio sobre las instituciones disciplinarias, Foucault mostró cómo el poder define quién es normal y quién debe ser excluido: el loco en el manicomio, el delincuente en la prisión, el migrante en la frontera. En este esquema, el migrante se convierte en un sujeto sin agencia, dependiente de las políticas migratorias impuestas desde arriba. El poder, como un titiritero, controla la movilidad humana y decide quién merece un futuro y quién debe ser expulsado.
Lo más preocupante es que este discurso no solo es promovido desde el gobierno estadounidense, sino que ha permeado en la sociedad. Se ha instalado la idea de que los migrantes “roban empleos”, “colapsan los servicios públicos” e incluso “destruyen familias”. La repetición constante de estas falacias en los medios de comunicación y en las redes sociales crea una sensación de amenaza permanente, desviando la atención de los verdaderos problemas estructurales. Mientras se exagera el supuesto aumento de delitos cometidos por inmigrantes, se oculta una realidad más urgente: el crecimiento alarmante de los crímenes de odio, siendo los motivados por racismo y xenofobia los más frecuentes.
Las redes sociales, lejos de ser un espacio neutral de información, han sido instrumentalizadas para reforzar prejuicios y alimentar narrativas de miedo. Como señala Umberto Eco, vivimos en una época en la que la sobreabundancia de información no nos hace más sabios, sino más vulnerables a la desinformación. La ciudadanía no puede permitirse el lujo de ser una víctima pasiva de esta intoxicación mediática. Es urgente desarrollar un pensamiento crítico que cuestione estas narrativas y nos lleve a comprender que no hay una única verdad, sino múltiples interpretaciones de la realidad.
Friedrich Nietzsche lo expresó con claridad: “No hay hechos, solo interpretaciones”. Lo que hoy nos presentan como una crisis migratoria es, en realidad, una crisis humanitaria. Son seres humanos en busca de un hogar, personas que han sido expulsadas de sus países no por capricho, sino por la violencia, la pobreza y la devastación provocada, en muchos casos, por las mismas potencias que hoy les cierran las puertas.
La pregunta es simple, pero crucial: ¿tú dejarías tu hogar, tu familia, tus amigos y tus raíces si no fuera una cuestión de supervivencia?