Árboles de mango en flor, vientos de «Norte» y, por supuesto mi familia y la buena gente, me dan la bienvenida. Un inolvidable fin de semana en mi «pueblito» –como lo son cada vez que vengo-, estaba a punto de comenzar
Lucero Natarén / Aquínoticias
Presa de la monotonía de la ciudad y estresada por mis quehaceres estudiantiles en Tuxtla Gutiérrez, decidí emprender el camino a casa, el hogar de mis padres, ese sitio que para mí representa paz y donde me encuentro a mí misma. Una parte de mi esencia se queda con los míos mientras yo continúo con mi objetivo: terminar la universidad.
Es domingo. A las 9 de la mañana empieza el trayecto de 2 horas y media a mi destino. Entre la carretera, los cerros, los árboles y automóviles, comienzo a imaginar todo lo que haré, pues siento que esas horas en casa de mis padres se resumen en llegar, platicar, comer y descansar.
A las 11:30 am abordo el taxi que me llevará a la terminal de «las combis» de Puerto Arista. Mi corazón late cada vez más, lo único que deseo es llegar lo más rápido que se pueda a casa y escapar del calor de la ciudad. Tonalá, tierra de sol y playa.
El colectivo se ha llenado. Es la hora de partir, tan sólo 15 minutos de camino me separan de Tonalá y mi «querido San Angarito», ubicado a escasos cinco minutos de Puerto Arista -¡Sí!, puedo llegar caminando a la playa-.
Aunque es un pueblo pequeño –apenas hay unos seiscientos habitantes-, «San Angarito» cuenta con los servicios básicos, aunque deja que desear en cuanto a educación. Sólo tiene escuelas hasta nivel secundaria, lo cual obliga a sus habitantes a emigrar en busca de mayor educación.
Mi padre no se encuentra en casa. Mi mamá me recibe con los brazos abiertos y con un «Ya está la comida que pediste, ¿quieres comer o esperarás a tu papá?».
-Era tanta mi emoción que olvidé desayunar. Tal vacío estomacal sería lleno por un «caldito de frijoles con queso, crema y picante», ¡justo lo que pedí!-. Muy a mi pesar (y de mi estómago), tuve que responder a mi hermosa madre que no, que esperaría a mi padre.
Tras un par de largas horas de espera y de rugidos estomacales mi padre llegó a casa. Lo recibí con un abrazo, tan fuerte como el que me da cuando me despide cada que me vuelvo a mi vida citadina. Olvidé decir que no visito seguido a mis padres. Con las actividades diarias nos es casi imposible vernos.
Al fin es hora de comer. Ese rico caldito de frijoles no puede esperar y claro no puede faltar una Coca Cola. -Es ya parte de la familia-.
Luego de merendar me dispongo a descansar y conversar un rato con mis padres. Aquí las horas parecen no transcurrir rápido, pero es un pueblito, y en los pueblitos como este la gente acostumbra a irse a dormir desde las 7 de la noche y, aunque no es peligroso como en la capital, aquí duermes temprano para «descansar más».
El manto nocturno cae. Mientras mis padres se entregan a los brazos Morfeo, yo prolongo mi estancia en el patio, prestando atención a los murmullos que tanto amo (el mar). Las hojas de los árboles caen en una danza nocturna amenizada por el viento. Ladridos a lo lejos rompen la quietud de la noche; en contraparte, como un arrullo, se oyen mugidos de vacas del terreno de junto, mezclados con el sonido del motor de algún auto ocasional. Es imposible ignorar a las «chicharras». Despistados gallos con su canto hacen sentir que la noche está muy avanzada y que el alba se acerca.
Me dispongo a atravesar el marco de la puerta de la casa, de pronto, una luz capta mi atención, observo al cielo y ahí está ella, la luna en su fase creciente, tan brillante. No siento miedo de la soledad. La paz de la noche me acompañan. Sin duda puedo decir… ¡Qué hermosa es mi tierra!