El presupuesto es un instrumento político. Su diseño responde a un diagnóstico de las necesidades sociales e institucionales que el gobierno realiza con la asesoría de personal con una formación técnica sólida, pero responde, al final, a razones políticas. En el presupuesto de un país se muestran los sectores favorecidos por el mandatario en turno y aquellos que no están dentro del círculo de su afecto y los temas que no son de su interés.
El Presupuesto de Egresos de la Federación fue aprobado el 14 de noviembre por la mayoría de diputadas y diputados de la coalición gobernante (273 votos a favor contra 214 en contra), y las 1,994 reservas hechas por la oposición fueron ignoradas (reservas que, por el número, bien podrían parecer obstruccionismo o, al menos, una acción para retrasar su aprobación y, en el ínterin, alcanzar una salida negociada). Lejos quedó el acuerdo –aunque más bien clientelismo– de los gobiernos entre 2000 y 2012 en donde los operadores del poder Ejecutivo de la Unión y los gobernadores negociaban fondos o partidas para sus entidades federativas a cambio del voto de «sus» diputadas y diputados. Una acción similar ocurrió en el sexenio 2012-2018 cuando se continuó con la negociación con los gobiernos estatales, pero ya no en la arena legislativa, sino en la Secretaría de Hacienda y Crédito Público.
En la actualidad, la fuerza mediática del Presidente de la República, el triunfo cada vez mayor de su partido en elecciones locales y una alianza con expresiones partidistas minoritarias que resulta en los votos que el oficialismo necesita en la Cámara, hacen innecesario el recurso de la negociación.
Precisamente esta, la negociación, refleja qué tan plural es una sociedad y, en consecuencia, cuál es la calidad de su democracia. Haber cancelado la oportunidad de debatir con argumentos y sin consignas las múltiples reservas de la oposición al proyecto presidencial (cantidad no vista antes lo que hace pensar en la solidez de dichas reservas), es muestra de un peligroso síntoma –no exclusivo de México– que busca simplificar todo, por medio de una narrativa omniabarcante, que persigue la unanimidad o la creación de mayorías eficaces, transitorias y establecidas a partir de intereses de pocas personas. No obstante, lo sencillo y rápido es difícil de encontrar en democracia, puesto que en ella se requiere el encuentro y el diálogo dilatado, la escucha atenta y la acción determinada. Si la democracia persiguiera el aplauso inmediato y absoluto, no estaría en crisis. En realidad, no sería democracia.
El dinero carece de ideología, por eso, en el sistema político posrevolucionario, en el de la alternancia y en el de la llamada transformación obtenerlo resulta fundamental, porque la popularidad y el futuro de políticos de distinta estatura están ligados a lo que puedan destinar (o invertir) en acciones de política pública (o en arreglos clientelares). El presupuesto es un instrumento de gobernabilidad.
7.08 billones de pesos es lo que el gobierno federal habrá de utilizar durante el próximo año. Estar pendientes de cómo se empleará ese dinero es responsabilidad compartida; alzar la voz cuando se encuentre algún uso indebido, una obligación ciudadana. El control social del dinero público debe ser permanente.