El hombre de la caverna

La agencia de noticias en Londres recibió una notificación desde el canal de televisión en México. El FTP iba rotulado como «El Cavernícola». El solo nombre llamó la atención del coordinador de noticias internacionales en la oficina londinense. Impulsado la curiosidad abrió primero los archivos de video y después el guion que estaba escrito en español y traducido al inglés

Óscar Aquino / Colaboración

[dropcap]L[/dropcap]a agencia de noticias en Londres recibió una notificación desde el canal de televisión en México. El FTP iba rotulado como «El Cavernícola». El solo nombre llamó la atención del coordinador de noticias internacionales en la oficina londinense. Impulsado por la curiosidad abrió primero los archivos de video y después el guión que estaba escrito en español y traducido al inglés.
La nota relataba la historia de un hombre de casi 80 años de edad, quien había vivido durante 20 años adentro de una cueva, a la mitad de un cerro. El coordinador de noticias quedó atrapado adentro de la trama. Le mostró la nota al conductor del noticiero y los dos decidieron colocarla al principio de la emisión nocturna de ese programa.
La historia es así:
El personaje de la nota, don Rogaciano, unas horas antes acababa de ser rescatado por bomberos, paramédicos y espeleólogos, quienes fueron alertados por medio del sistema telefónico de emergencias de la ciudad, sobre la presencia de un anciano en mal estado de salud, quien estaba en una cavidad de roca formada en las faldas del cerro.
Don Rogaciano le dijo que se sentía muy mal a Joaquín, un joven habitante de una colonia a más de cinco kilómetros de distancia, que pasaba cerca de la cueva diariamente al ir a su trabajo de cobrador en una poza artificial adonde llegaban familias a chapotear y refrescarse del calor en la primavera.
Rogaciano le pidió ayuda para calmar un fuerte dolor en la boca del estómago. Joaquín, le preguntó si se acordaba de lo último que comió y cuándo lo comió. El enfermo contestó que hacía dos días se comió una papa cocida con tres tortillas que una señora de por ahí le regaló. Desde entonces subsistió a base de beber el agua que acumulaba en garrafas sin lavar. El dolor estomacal se agudizaba y Rogaciano aguantaba cada vez menos. Insistió en pedir auxilio hasta que Joaquín, desde un teléfono público, llamó al número de emergencias.
Joaquín tuvo que dejar solo a Rogaciano para irse a su trabajo. Al bajar las faldas del cerro, se encontró con don Gabriel, un señor que solía llegar por esos rumbos a trabajar y beber cerveza con los de la poza y que también conocía a Rogaciano. Joaquín le contó la situación a Gabriel para que auxiliara al enfermo.
Los socorristas llegaron casi una hora después de la llamada. Subieron cargando una camilla hasta la cueva donde el anciano vivía; estaba llena de trapos sucios; había algunas cubetas, garrafas, sombreros viejos, pedazos de cartón y cuatro de los siete perros que acompañaban siempre a Rogaciano como sus únicos amigos verdaderos.
Bajarlo desde la cueva fue un verdadero reto para los socorristas. Entre cuatro bomberos y dos paramédicos sostuvieron horizontalmente la camilla en la que subieron al anciano, cuyo cuerpo era más huesos que carne. Descendieron cuidadosamente, observando los puntos donde apoyar los pies para no tropezar con huecos ocultos bajo la maleza, cosa que podría empeorar aún más la situación.
Abajo, en la ambulancia esperaba una paramédica. Mientras tanto, su compañera se acercó a hablar con Gabriel para preguntarle las generales del paciente.
―¿Qué me puede decir del señor Rogaciano? ― Preguntó la paramédica.
―Es una triste y larga historia, señorita. Pero se la voy a contar―. Respondió Gabriel, con un tono sereno, quizá melancólico.
Gabriel comenzó su relato:
Don Rogaciano era un hombre casado, tenía un hijo y hasta hace 40 años, las cosas marchaban normalmente. Tenía trabajo y una vida común. Pero entonces le cambió el destino para mal.
Una tarde, hace cuatro décadas, un grupo de policías detuvieron a Rogaciano mientras caminaba por el centro de la ciudad. Le cayeron de sorpresa, como que ya lo habían estado «cazando»; entre dos lo agarraron de los brazos, otro le metió un macanazo en las costillas y el cuarto policía le puso las esposas.
De ahí de se lo llevaron a la Procu. Lo presentaron ante el Ministerio Público. El MP le dijo que estaba arrestado por el delito de homicidio doloso en contra de su esposa y su hijo, ocurrido unos días antes. Nunca se supo alguna otra versión de la muerte de su familia, no hubo más personas acusadas ni sospechosas. Para la ley, Rogaciano fue siempre el culpable en ese caso tan triste.
Cuando pasó todo el proceso de investigaciones y se vio que la historia únicamente apuntaba hacia Rogaciano, el juez lo sentenció a 25 años de prisión por el homicidio de su esposa y su hijo menor de edad. Lo recluyeron en el penal que antes estaba abajito del cerro.
La paramédica estaba perpleja con la historia.
Gabriel continuó su relato: En prisión, los demás reclusos veían a Rogaciano con cierto miedo por, supuestamente, ser un asesino. Él se dedicó a leer la biblia en su celda, evitó tener problemas con los otros internos, se llevaba bien con los custodios. Era puntual en todas las actividades. Aprendió carpintería, en fin, siempre pareció ser alguien diferente de un criminal, pero ya tenía la fama. Tampoco parecía una persona de esas que cometen el pecado y después intentan redimirse con la religión.
Él me contó que desde la cárcel veía el cerro. En el día le gustaba porque podía distinguir el abanico de colores verdes resplandecientes con la luz del sol cayendo sobre todas las hojas. Y decía que en las noches el cerro le gustaba porque se volvía misterioso, según él, porque se convertía en una gran silueta oscura de donde salían muchos sonidos que de día no era posible percibir.
El tiempo se le volvió de piedra. Rogaciano vio pasar los años sin que alguien llegara alguna vez a visitarlo en prisión. Nadie preguntó por él. Hasta ahora no se le conocen familiares. Creo que su familia somos nosotros: Joaquín, yo, Fermín el campesino y de repente llega a visitarlo gente nada más por la curiosidad que les da cuando saben cuánto tiempo ha vivido en su cueva. Le dan comida para él y para sus perros; ropa, trastes, no sé para qué, pero le han regalado trastes.
La joven paramédica había dejado de apuntar datos en las hojas de papel que llevaba para eso. La historia de don Rogaciano la tenía atrapada y quería saber más. Sus compañeros apenas estaban terminando de bajar al anciano en la camilla.
―Oiga ¿y qué pasó cuando don Rogaciano salió de la cárcel? ― Le preguntó a Gabriel.
Gabriel respondió: Como Rogaciano se portó muy bien estando preso, le redujeron cinco años de sentencia. Se la bajaron a 20. Eso fue cuando él llevaba cumplida la mitad de la condena. Ya se había acostumbrado a la prisión, a sus aromas y a todas las condiciones que había ahí.
El resto del tiempo que le faltaba purgar, lo pasó igual, pegado a la biblia, ayudando a los compañeros, los que se dejaran ayudar, y hasta se hizo amigo de un tipo al que le habían aplicado 50 años por asesino, corrupto y no sé qué tanto más.
Rogaciano todavía dice que el día en que quedó libre, sintió algo extraño, como un hueco en el estómago. Estaba dejando algo importante de su vida en esa prisión. Tal vez era todo el tiempo que pasó adentro.
Cuando ya se vio en la calle, libre, como un ciudadano más; cargando una bolsa de plástico en la que estaban guardadas las prendas que portaba 20 años atrás, cuando lo atraparon. Entonces se dio cuenta de que no tenía adonde ir ni a quién recurrir para tratar de reiniciar su vida.
No tenía dinero. No tenía nada más que lo que cargaba en la bolsa de plástico. Para llegar a la ciudad tendría que caminar un buen rato. No le gustó la idea. Tampoco quiso ir por el temor de encontrarse con algún conocido suyo o familiar de su difunta esposa, y que le fueran a echar en cara la muerte de la señora y de su hijo, algo que ya tenía mucho tiempo atormentando su alma.
Ante el panorama de vida que tuvo, decidió ir a buscar alojo en el cerro que siempre veía desde la prisión. Se ingenió la manera de acomodarse. Primero fue a buscar al otro lado del cerro, lo rodeó todo buscando alguna cueva o un lugar donde construir una casa, aunque fuera de cartón.
Al final, se quedó a vivir ahí en la grieta de donde lo acaban de sacar. Ahí pasó 20 años. Metido en su cueva.
Cuando era más joven acostumbraba bajar por ratos a la orilla de la ciudad a tratar de conseguir comida para él y para sus gatos. Tenía como ocho gatos, los quería tanto que prefería conseguir comida para ellos aunque él se quedara sin probar bocado. Hasta que se tuvo que deshacer de todos los gatitos porque ya le habían pegado las pulgas y se le comenzaron a hacer llagas alrededor de los piquetes de pulga en las piernas y los brazos.
Ha pasado muchas cosas Rogaciano en esa cueva. En las épocas de lluvia se le ponía todo más complicado. Si estaba lloviendo, no podía salir de la cueva ni intentar bajar la falda del cerro, porque con el agua siempre se le ponía el suelo fangoso, resbaloso y a veces salían hasta culebras si las hojas debajo de las que estaban escondidas, eran sacudidas por las gotas al caer. Era muy peligroso. Una vez uno de sus perritos ―porque cuando dejó a los gatos, empezó a adoptar perros de la calle y se los trajo a vivir a la cueva― murió al no alcanzar a subir. El aguacero estaba muy fuerte y ya estaba oscuro, ya casi era de noche. El pobre perrito, en su intento desesperado de llegar a su casa de piedra, se resbaló y rodó, agarró velocidad. En la bajada se golpeó la cabeza contra una roca. Ahí nomás murió. Rogaciano se puso muy triste. Su perrito se llamaba Jacobo, él le puso ese nombre. Al otro día lo enterró cerca de ahí y le puso una crucecita con dos pequeñas ramas de árbol.
También se puso triste cuando cambiaron de lugar el penal. Ya se había acostumbrado a ver el patio de ejercicios de la cárcel desde su cueva. Diario veía a los internos jugando basquetbol, futbol o levantando pesas. Los miraba sin que ellos lo vieran ni siquiera sospecharan de que estaban siendo observados desde el cerro.
Una madrugada hubo más ruido de lo acostumbrado adentro del penal. En la cueva, Rogaciano lo escuchó y se despertó. Desde lo alto y en medio de la oscuridad vio que había policías antimotines en el patio, ordenando a los internos en filas. No encendieron las luces del patio, sino que alumbraban con linternas de mano. Eran muchos policías y se notaba que algo gordo estaba pasando.
En tres horas, todos los reos fueron desalojados de la cárcel. Rogaciano vio cómo desfilaron hacia afuera, hasta que no pudo ver a dónde se dirigieron. Lo que pasó es que en la entrada del penal estaban varios autobuses de pasajeros con los vidrios polarizados, en los que subieron a todos y se los llevaron al nuevo Cereso, escoltados por varias patrullas. El terreno de la vieja cárcel quedó abandonado.
―Es una historia sorprendente― dijo la paramédica y agregó ―pero tengo que irme, vamos a llevar a don Rogaciano al hospital. Esperemos que se recupere―. La ambulancia partió rumbo a la ciudad, en busca de atención médica para el paciente.
Sólo se quedaron los bomberos, intentando ponerse de acuerdo sobre si levantar las pertenencias sucias de Rogaciano o dejar la cueva como estaba, pero sobre todo, querían saber qué hacer con los perritos.
En eso llegaron unos reporteros ávidos de información sobre el rescate de Rogaciano. Se acercaron con Gabriel y le pidieron datos relevantes para contar la historia. Él repitió casi de manera idéntica todo lo que le acababa de contar a la paramédica.
Únicamente agregó: En los últimos años, Rogaciano empezó a ponerse más mal de salud. A cada rato le daba gripa o se enfermaba del estómago. También se le hicieron lesiones en sus codos y rodillas; ya casi no podía caminar. Nosotros que trabajamos en la poza, diario le traemos su comida, lo subimos a ver cómo está y ya nos había dicho que se sentía mal, pero no quería que lo llevaran al doctor con tal de no salir de la cueva. Hasta hoy que ya no aguantó y él mismo le pidió a Joaquín, un vecino de por aquí, que le hablara al doctor. Apenas hace un ratito se lo acaban de llevar, finalizó Gabriel y en seguida se fue de ahí hacia la poza.
Los reporteros subieron a la cueva, grabaron las condiciones en que se encontraba el lugar. Todos con cara de sorpresa al ir descubriendo detalles de la realidad en la que había vivido por 20 años aquel señor, después de salir de la prisión.
En un hospital público, Rogaciano fue internado con severas lesiones gástricas, osteoporosis, desnutrición y lesiones articulares en codos y rodillas de ambos lados, según la primera valoración hecha por los paramédicos al momento del rescate.
Cuando la prensa llegó al centro médico en busca de información, la secretaria dijo que no podía dar datos si nadie de ahí era pariente del enfermo. Le explicaron que el señor no tenía parientes y que lo acababan de rescatar de la cueva en la que vivía. La secretaria no les creyó nada. Mantuvo su negativa. Los reporteros se fueron.
Al día siguiente, el rescate de Rogaciano fue la noticia principal, sobre todo por la larga historia que había detrás. Por medio de la televisión, se supo en todo el país y posteriormente al otro lado del mundo, el día en que desde Londres, una agencia de noticias internacionales encontró la nota que contaba la historia de un verdadero hombre de las cavernas. Un ermitaño en pleno siglo XXI.

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