El humanista / Javier Aguilar Roque.

«Cesen ya de la angustia, las penas. Los momentos de triste sufrir»

En los últimos meses, la violencia en México ha alcanzado niveles alarmantes en distintos estados del país, particularmente en Sinaloa y Chiapas. Esta situación, alimentada por el crimen organizado, ha encendido las alarmas a nivel nacional. En Sinaloa, específicamente en Culiacán, el aumento de violencia está relacionado con una rivalidad interna dentro del Cártel de Sinaloa, según las declaraciones del presidente Andrés Manuel López Obrador. Esta pugna entre las facciones de Ismael «El Mayo» Zambada y «Los Chapitos» ha intensificado los enfrentamientos armados, que afectan tanto a las milicias como a la población civil.

López Obrador ha asegurado que hay suficiente presencia militar en la región para garantizar la paz y la seguridad, afirmando que tanto el Ejército, la Marina, la Guardia Nacional como la Policía estatal están coordinados para enfrentar la situación. Sin embargo, la realidad parece contradecir sus palabras. Según Raymundo Riva Palacio, columnista de El Financiero, las fuerzas de seguridad han optado por no intervenir directamente en los enfrentamientos entre estos grupos criminales. Este vacío de acción revela un patrón preocupante en la estrategia de seguridad del gobierno: una presencia militar que exhibe poder, pero que no ofrece soluciones concretas para frenar la violencia ni salvaguardar a la ciudadanía.

En Chiapas, la situación es igualmente grave. Doce municipios cancelaron la celebración del Grito de Independencia por segundo año consecutivo debido a la creciente violencia. Regiones como la Sierra Fronteriza, Altos y la Selva Lacandona están al borde del colapso social, sumergidas en enfrentamientos entre grupos del crimen organizado que luchan por el control territorial. Las desapariciones forzadas y el desplazamiento masivo de personas son signos de un Estado que ha perdido el control de estos territorios. Los ataques con drones y las amenazas constantes han forzado a miles de chiapanecos a huir de sus hogares, buscando refugio en otros municipios o incluso en Guatemala.

Mientras tanto, el 16 de septiembre, el país fue testigo de un desfile militar que despliega el poderío de las fuerzas castrenses y de seguridad. Sin embargo, este espectáculo de fuerza resulta hueco frente a la incapacidad de las autoridades para contener la inseguridad. La disonancia entre la exhibición de poder militar y la realidad es abrumadora. El mensaje de fuerza que el gobierno pretende enviar con estos desfiles contrasta con su inacción en el día a día, donde las vidas de miles de ciudadanos se ven amenazadas por la violencia desenfrenada.

Es evidente que la militarización, tal como se está implementando, no es la respuesta adecuada a los conflictos entre grupos del crimen organizado. A pesar de la promesa del gobierno de garantizar la paz, la realidad demuestra que su estrategia de seguridad está lejos de ser efectiva. Tanto en Sinaloa como en Chiapas, el gobierno parece estar más enfocado en preservar una imagen de control que en resolver los problemas subyacentes que perpetúan la violencia. Frente a este escenario, surge la necesidad de un replanteamiento profundo de la estrategia de seguridad. Las pugnas entre facciones criminales y el desplazamiento de civiles no pueden seguir siendo tratados como daños colaterales en la lucha contra el narcotráfico.

En lugar de exhibir poder en desfiles y declaraciones, las autoridades deben centrarse en proteger a las comunidades afectadas, desarticular los grupos criminales de manera efectiva y garantizar el retorno seguro de los desplazados. De lo contrario, el ciclo de violencia continuará devorando regiones enteras, y las promesas de paz quedarán, una vez más, vacías.

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