«El lunes nunca llega»: el calvario de quienes no nacieron aqui

Después de la lluvia del miércoles por la tarde, las pocas pertenencias de las y los migrantes quedaron empapadas de agua. Foto: Sandra de los Santos / Aquí­noticias

Migrantes, en su mayoría de Venezuela, se encuentran en un campamento afuera de la estación migratoria de Tuxtla Gutiérrez desde hace un mes en espera que les otorguen la visa humanitaria

Sandra de los Santos / Aquínoticias 

«Ya le tengo rabia al lunes porque siempre nos dicen que el lunes nos atenderán, pero ese lunes nunca llega» dice José Gramejo uno de los tantos venezolanos que llevan 21 días (algunos llevan hasta más del mes) afuera de la estación migratoria de Tuxtla Gutiérrez esperando que les sea entregada una visa humanitaria.

Es mediodía del 26 de mayo del 2022. La capital de Chiapas a esta hora y después de una torrencial lluvia que se dio un día antes, es una vaporera. El termómetro marcan los 34 grados, pero es imposible creerle al estar debajo de una improvisada carpa hecha de pedazos de sábanas, que medio sirve para cubrirse del sol, pero resulta totalmente inútil para la lluvia.

En el campamento, que han instalado las y los migrantes, afuera de la estación migratoria de la capital del estado, este día hay pocas mujeres así como niñas y niños. La mayoría se fue a refugiar a casa de otros migrantes que ya son residentes de manera legal.

«Ayer vino una señora hondureña a dejarnos de cenar y cuando vio que nos estábamos mojando se llevó a mi señora y a mis gemelas (sus hijas de cuatro años) a su casa» cuenta Roiserz Zapata originario también de Venezuela. En su lugar de origen era trabajador del gobierno federal. Es Licenciado en Administración de Empresas. No es el único que tiene una profesión en el campamento, la mayoría de los venezolanos la tienen, pero la situación en su país, según relatan, es imposible para cualquiera que no simpatice con Nicolás Maduro.

En el gobierno federal, Roiserz ganaba lo que vendrían siendo 600 pesos mexicanos quincenales. No alcanza ni allá ni acá para sostener a una persona y menos a una familia. A pesar de tener un trabajo fijo decidió migrar porque en Venezuela mientras siga la actual administración no hay destino posible para ellos.

-¿Usted mi señora sabe qué es una dictadura?

-Claro –le respondo-

-No, no lo sabe. Vivir en una dictadura es que uno no pueda dejar de ir a una marcha de Maduro porque te quitan el trabajo, es usar un uniforme de color rojo porque es el color del gobierno y que te sancionen sino lo usas. Es tener que hacer fila durante horas para comprar un kilo de arroz. Es tener el miedo de que te maten o desaparezcan porque dijo uno algo en voz alta en contra del gobierno.

Tiene razón Roiserz, no sé qué es vivir en una dictadura. No se lo digo. Lo sigo escuchando: «nosotros no queremos salir de Venezuela, si ahora Nicolás Maduro deja el gobierno y se va, ahora mismo nosotros nos regresamos, pero mientras siga él no podemos regresar. Para ese gobierno nosotros somos traidores de la patria por habernos ido, pero allá no se puede vivir, es el lugar de Sudamérica más violento».

Este hombre jamás ha escuchado el poema de Warsan Shire, pero ella describe bien lo que ha dicho:

Solo abandonas tu hogar / cuando tu hogar no te permite quedarte.

Nadie deja su hogar / a menos que su hogar le persiga,

fuego bajo los pies, / sangre hirviendo en el vientre.

Jamás pensaste en hacer algo así, / hasta que sentiste el hierro ardiente,

amenazar tu cuello.

(…)

Tienes que entender que nadie sube a sus hijos a una patera,

a menos que el agua sea más segura que la tierra.

Nadie abrasa las palmas de sus manos bajo los trenes, bajo los vagones,

nadie pasa días y noches enteras en el estómago de un camión,

alimentándose de hojas de periódico, a menos que

los kilómetros recorridos signifiquen algo más que un simple viaje.

Nadie se arrastra bajo las verjas, nadie quiere recibir los golpes ni dar lástima.

Luis Lopenza, otro migrante venezolano, para ilustrar la crisis que se vive en su país cuenta que su madre es maestra y que gana al mes 130 mil bolívares, pero que un pollo cuesta 30 mil.

Mientras converso con este grupo de sudamericanos, un migrante afrocubano cruza la calle y se descalza. «No te quites los zapatos que te vas a mojar» le gritan sus compañeros. El hombre dice «mojado ya soy» y empieza a bailar. Les dice a sus amigos que necesita que se sequen sus zapatos porque quedaron empapados del aguacero de ayer. No hay algo que en este lugar ya esté completamente seco salvo el pavimento que pareciera que saca vapor.

En los camallones secan sus pertenencias mojadas. Foto: Sandra de los Santos / Aquínoticias.

Las y los migrantes han puesto todo a secar en donde pueden, usan los árboles como tendederos, el par de colchones que tienen fueron los primeros en exponerlos al sol, pero no se alcanzaron a secar por completo. Los tuvieron que volver a usar húmedos porque les era imposible soportar el pavimento caliente.

En los árboles tienden la ropa que se mojó durante la lluvia. Foto: Sandra de los Santos / Aquínoticias.

Alrededor de la estación migratoria en Tuxtla Gutiérrez no hay grandes árboles, tampoco lugares dónde resguardarse de la lluvia, ninguna parte de está techada.

El afrocubano que dejó sus zapatos secándose en el camellón me cuestiona si soy de la Comisión Nacional de Derechos Humanos (CNDH) y le explico que soy periodista. Dice que para él es indispensable la visa humanitaria para moverse porque su color lo delata por todas partes, es imposible que se mezcle.

Me muestra varios vídeos de su cuenta de tik tok en el que ha documentado su propia «Odisea». En uno de ellos se ve un campamento en plena selva de Darién, ubicada entre Panamá y Colombia, de los lugares más difíciles en el trayecto para las y los migrantes. En medio de la neblina y los árboles se observan colgadas las banderas de varios países Caribeños y Sudamericanos, mujeres y niños que se resguardan en casas de campaña y algunos hombres que posan para la cámara.

En esa selva fue que Eluz Maraguareze, también de Venezuela, se partió el tobillo en cuatro partes y así ha tenido que seguir avanzando. Lo más difícil para ella es ir al baño, no hay ninguno cerca así que tiene que ir a pagar hasta una gasolinera que está a 500 metros. Había logrado llegar hasta el norte del país, pero la regresaron. Se vino con su esposo a Tuxtla Gutiérrez para tratar de conseguir la visa humanitaria porque le dijeron que Tapachula se ha convertido en un lugar hostil y que en su condición le sería difícil aguantar afuera de la estación migratoria de la ciudad fronteriza.

Aún en silla de ruedas y con el tobillo partido en cuatro partes, Eluz busca llegar al norte. Foto: Sandra de los Santos / Aquínoticias.

En este campamento, cuando están todos, hay alrededor de 100 migrantes de diferentes países, aunque ahora la mayoría son de Venezuela. Todos están esperando lo mismo: la visa humanitaria. Este documento les permitiría avanzar hacia el norte sin ser detenidos o poderse quedar en territorio mexicano por un tiempo y trabajar. Pero, el carnet lo dan a cuenta gotas. En un par de ocasiones han realizado manifestaciones para que se agilice el trámite porque pueden pasar días sin que le otorguen el documento a nadie. Cuando les ven desesperados les dicen que será en unos días o el próximo lunes que entregarán el documento.

Algunos de los que están en espera del carnet  habían avanzado hasta la Ciudad de México, Coahuila o Veracruz; pero los regresaron de nuevo. Cuando los detienen pasan un tiempo en las estaciones migratorias y después firman un documento de salida en el que señalan que se regresarán por su propia cuenta a su país de origen, pero no lo hacen.

«Nosotros firmamos para que podamos  salir de ahí (las estaciones migratorias), pero no podemos regresar a nuestro país, lo que queremos es la visa humanitaria; y les decimos que no queremos regresar, pero no nos hacen caso» dice Yohnsy Ramón Rodriguez, quien guarda todavía el papel que dice que saldrá por su propio pie de México.

La mayoría que está en el campamento son hombres, pero también hay mujeres, aunque en este preciso momento son mucho menos porque se fueron por la lluvia. Aunque no llevan un conteo calculan que hay por lo menos 12 niños menores de cinco años.

Mientras conversamos se detiene un taxi frente al campamento y Roiserz me dice: «ya vienen a dejar a mi esposa y mis hijas». A la improvisada casa de campaña llegan dos mujeres con dos niñas pequeñas que corren a abrazar a su papá. Una de ellas es la esposa de Roiserz y la otra es la migrante hondureña que les dio refugio. Hoy también les trajo alimentos: arroz blanco con sopa de pasta. Cada uno toma un plato y come. Por lo regular cocinan en uno de los camellones, pero hoy por el aguacero les será imposible así que lo que les trajeron les cae de maravilla.

«Acá estamos comiendo y sosteniéndonos de la solidaridad de la gente, nos han venido a dejar garrafones con agua, paisanos que nos traen de comer porque saben lo que se sufre estando acá» cuentan.

A pesar de la lluvia, el sol, la falta de baños, de no tener la certeza de que se alimentarán al día siguiente, las y los migrantes prefieren estar afuera de la estación migratoria que adentro. Allá, dicen, no les permiten comunicarse con su familia, están hacinados, les dan alimentos en descomposición y el trato de la mayoría de los agentes es inhumano.

«Mire mis hijitas tienen cuatro años y ya saben lo que es estar presas, porque así se está allá adentro: preso, ahí estuvimos 10 días» dice Roiserz. Todos los que están en el campamento saben lo que es estar en una estación migratoria y coinciden que es mejor estar de este lado de la reja.

Pero, hay un panorama peor que estar a la intemperie o en una estación migratoria y es que tengan que regresar hacía el sur…en el norte es donde está su esperanza. Pero, ahora, esa esperanza esta varada, necesita un documento para avanzar…ojalá y sí sea el próximo lunes.

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