La fortuna juega un papel importante, aunque, también las insidias para terminar los periodos de gobierno. Quien encabeza un Estado tiene simpatizantes y apoyadores, como también detractores y enemigos. Cuando los grupos que ostentaban el poder lo pierden y no se aceptan las reglas del juego, pueden conspirar para defenestrar a quien tiene el apoyo popular, sin importar su ideología. Cuando esto ocurre, se traiciona, también, contra la democracia.
Contra las instituciones democráticas sólo la fuerza de las armas se puede imponer. El 11 de septiembre de 1973 un grupo de militares perpetraron un golpe de Estado contra el gobierno de Salvador Allende, el primer presidente de izquierda de la región y considerado extrañamente humilde, no sólo en comparación con los políticos en general, sino con los que se adhieren a ese cuerpo de ideas y proyectos. Allende, apoyado por la Unidad Popular (que reunió a una amplia alianza de radicales, socialdemócratas, comunistas y a cristianos progresistas), ganó la Presidencia en 1970, después de tres derrotas en 1952, 1958 y 1964.
En Chile no hubo revolución, como en Cuba, para cambiar el pacto social; lo que ocurrió fue la puesta en marcha de una agenda reformista profunda, extensa e intensa, conocida como la «vía chilena al socialismo». Reformar desde la democracia y no a ella, era la intención. La idea era utilizar al Estado como motor para el desarrollo nacional y que no sólo fuera un agente más, junto con el sector privado, en las tareas colectivas y productivas, y ampliar los canales de expresión de la sociedad.
Con el asalto a La Moneda, la sede del poder Ejecutivo de aquel país austral, se instaló una dictadura militar que duró 17 años, y sólo fue posible el cambio de régimen recurriendo al mecanismo del plebiscito, instrumento que potencia la voz popular. La democracia entró en pausa por una acción de fuerza y regresó cuando los propios golpistas tuvieron que recurrir, paradójicamente, a ella. Fue una salida concertada. El término de la dictadura no sólo representó la modificación institucional del país, para muchos fue la oportunidad para regresar a su territorio y reencontrarse con su familia. Hoy, Chile se prepara para celebrar un nuevo acuerdo político con una Carta Constitucional distinta a la que fue redactada en 1980, que deberá ser puesta a consideración de la sociedad chilena en 2022.
La redacción de la nueva Constitución está a cargo de una generación de mujeres y hombres que, en su mayoría, no entendieron, al momento, el golpe militar, pero vivieron, al menos la mitad de su vida en un régimen no democrático (la edad promedio de quienes integran la Convención Constitucional es de 44.5 años y cinco miembros tienen entre 21 y 28 años).
En la segunda década del siglo XXI, la democracia en la región latinoamericana no vive su momento de mayor lustre, aunque se ve lejana una acción como la de 1973. Brasil, El Salvador, Nicaragua y Venezuela reflejan las crisis institucionales más evidentes, y otros países padecen cuestionamientos a sus rutinas democráticas.
Por más que los sátrapas conculquen las libertades, destruyan las instituciones e intenten hacer olvidar que la democracia sirve, ésta siempre vuelve porque sólo en contextos democráticos, las personas pueden gozar de autonomía y ser libres. Las dictaduras reales o disfrazadas, civiles o militares, laicas o confesionales, no pueden justificarse y siempre caerán.