El próximo bicentenario / Eduardo Torres Alonso

La Suprema Corte de Justicia de la Nación celebrará doscientos años de su establecimiento. La Constitución Federal de los Estados Unidos Mexicanos de 1824, que entró en vigor en octubre de aquel año, después de la aventura imperial Agustín de Iturbide, mandató una división republicana del poder: el Legislativo sería ejercido por un Congreso General dividido en una Cámara de Diputados y otra de Senadores; el Supremo Poder Ejecutivo recaería en el Presidente de los Estados Unidos Mexicanos, y el Judicial residiría en una Corte Suprema de Justicia, en los Tribunales de Circuito y en los Juzgados de Distrito.

Por ello, vale la pena reflexionar sobre el papel de la judicatura en la democracia y, más aún, en contextos en donde es patente su erosión.

No queda duda que el Poder Judicial, en entornos de desafección democrática o de abierta regresión de la democracia, busca ser cooptado por los presidentes o primeros ministros que desean la concentración de facultades.

Los líderes autoritarios encabezan los ataques y cuestionamientos a las instituciones-dique que frenan y regulan su actuar o que les hacen rendir cuentas. Además de los discursos que persiguen construir y fortalecer una mayoría en la opinión pública para que apoyen sus deseos, la reforma constitucional es una de las vías para debilitar a las instituciones que se consideran opositoras; por ejemplo, una judicatura fuerte e independiente es vista como un obstáculo.

Este constitucionalismo abusivo es real. Los casos de Hungría, Polonia, Turquía y Venezuela dan cuenta de la manera en la que los presidentes han capturado los órganos del Poder Judicial, ya sea con la promulgación de nuevas constituciones, el control gradual de los juzgados inferiores o el nombramiento de adeptos en las más altas posiciones de liderazgo.

La relevancia del papel de las juezas y jueces constitucionales radica en que ya no sólo verifican que las leyes estén acordes con lo mandatado por la Carta Magna y los tratados internacionales y solucionan controversias entre poderes, sino que se han vuelto en protectores de la democracia; es decir, pueden revisar la celebración y calificar elecciones, iniciar procedimientos de juicio político, objetar la legalidad de normas que vulneran principios del Estado de Derecho; en fin, ordenar a los otros poderes el cumplimiento de la Constitución (algo que ni siquiera debiera de exigirse).

En el caso mexicano, el gobierno presidencial que habrá concluir su ejercicio en septiembre de 2024 mantiene un cuestionamiento sobre el actuar y la integridad de sus miembros, la legalidad de sus procedimientos y la moralidad de sus resoluciones. Se ha hablado de elegir por voto popular a los integrantes de la Sala Superior de la Corte y a los demás integrantes de este poder, y de reducir su integración; en una parte de la academia y de la prensa se ha señalado un proceso de captura a partir de las designaciones para ocupar los espacios vacantes como ministros.

En efecto, no se puede ocultar que este gobierno y la mayoría de los miembros de la Suprema Corte no tienen una relación cercana. En realidad, no tendrían por qué tenerla considerando que son poderes distintos, con facultades diferentes y fuentes de legitimidad que no son las mismas.

La normalidad democrática consiste, entre otros aspectos, en el respeto y convivencia civilizada de los poderes y de sus integrantes, lo que no quiere decir la inexistencia de diferendos, abiertos desacuerdos o tensiones. Lo que importa es la manera de procesarlos.

El compromiso de las personas juzgadoras, es relevante decirlo, es con la sociedad y con la Constitución, pacto político de ésta, no con un partido o un dirigente de gobierno. El régimen nazi es el claro ejemplo de cuando todos los poderes, incluido el Judicial, se vuelven seguidores y defensores de un hombre, de un escudo y de una ideología.

Compartir:

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *