El sentido de la reforma / Eduardo Torres Alonso

La mayoría de las reformas políticas y electorales diseñadas y puestas en operación en México han tenido como finalidad hacer que la ciudadanía, junto con los actores políticos, confíen en las elecciones que, sin falta, se han celebrado en el país. Otras reformas más han servido como válvulas de despresurización. Unas y otras, en todo caso, han sido reactivas a circunstancias críticas de movilización social y de cuestionamiento a la legitimidad de las instituciones, a las reglas del sistema político y a la credibilidad del gobierno.

Vistas en conjunto, las reformas han logrado su objetivo: establecer un sistema electoral en donde los votos cuentan y se cuentan bien, la competencia existe y quien gana hoy puede no hacerlo mañana. Bien podría decirse que el leitmotiv de los cambios ha sido la construcción de la confianza; sí, su edificación durante el tiempo, porque ésta no se consigue mediante decretos o discursos, sino que requiere de una permanente labor que demuestre que ese valor fundamental en las relaciones interpersonales entre extraños y con las instituciones se verifica en la realidad. La confianza es resultado de acciones.

La reforma presentada por este gobierno, más allá de los aspectos técnicos que resultan muy interesantes –quienes participaron en la elaboración de la misma conocen a detalle el tema–, entre otros aspectos, parte de la premisa de que una de las autoridades electorales, el Instituto Nacional Electoral (INE), no es confiable. Puede cuestionarse, en efecto, la posición ideológica o el sentido de sus intervenciones de quienes integran el Consejo General, pero los resultados del INE para organizar elecciones y para expedir sin dilación la credencial de elector tienen un estándar alto de calidad, reconocido a nivel mundial. La tarea electoral es, se ha insistido en ello, una función de Estado, no de gobierno y menos aún partidista.

No obstante, el paquete de modificaciones busca eliminar a la actual autoridad administrativa electoral nacional –además de los organismos públicos locales electorales y de los tribunales electorales estatales–, y crear una autoridad única, el Instituto Nacional Electoral y Consultas, cuyo Consejo General se integraría por un presidente y seis consejeros, electos cada seis años por voto universal, directo y secreto. Los poderes públicos propondrán 20 candidaturas para ocupar las consejerías del INEC, celebrándose la primera elección, por vez única, en febrero de 2023 y, luego, en agosto del año anterior a la elección presidencial.

Hay que preguntarse si eso ayuda a aumentar la confianza en las autoridades en general, y en las vinculadas al tema electoral, en particular. ¿A quién le beneficia que este órgano sea electo de esta manera?, ¿se eliminaría la partidización y las cuotas del Consejo General?, ¿este mecanismo no sometería a las personas interesadas en estar en el INEC a los intereses de los partidos, de los grupos de poder o del crimen organizado?

En esta materia, ponderar los conocimientos y la especialización sobre la popularidad es necesario.

La confianza, elemento que facilita la coordinación de las acciones entre sujetos para modificar el espacio público, en tanto recurso cultural, retomando las ideas de Silvia Gómez-Tagle, tarda mucho tiempo en construirse y consolidarse, perderla ocurre, al contrario, en un periodo muy corto de tiempo. El sentido de la reforma debe generar más confianza en las instituciones. Democracia y confianza van de la mano.

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