La repartición de las candidaturas a cargos de elección popular ha ocurrido entre quienes dirigen los partidos o quienes se comprometen a pagar su propia campaña (algo ilegal) o han hecho donaciones a las organizaciones partidistas. Tienen la posibilidad de ser candidatos los que aseguran un número de determinado de votos o quienes son familiares de gobernantes o exgobernantes. Así, es muy difícil que una persona con militancia de años, sin más recursos que sus convicciones y congruencia con el partido –que simbólicamente es bastante– salga como candidata a algo.
Morena apareció en el sistema de partidos en el año 2014. Desde entonces, con un liderazgo incuestionable por parte del Presidente de México, ha ido venido ganando regidurías, alcaldías, diputaciones locales y federales, senadurías y gubernaturas. La política de alianzas con partidos locales y con otros nacionales, y con militantes de viejos partidos gobernantes, le ha servido para incrementar el número de votos como de sus operadores electorales y restar, así, las posibilidades de triunfo para la oposición.
No obstante, si bien se le ha cuestionado a Morena la manera en que ha ido incorporando a sus cuadros a políticos del viejo régimen, y la forma en que ha procesado sus conflictos (la disciplina parece ser la norma), destaca que haya incorporado el sorteo como mecanismo para la asignación de candidaturas a determinados cargos públicos.
Partamos de un hecho incontestable: el azar es una fuerza que hace que cualquier persona puede tener la suerte de ser elegida. El sorteo, fincado, precisamente, en la contingencia iguala a los interesados. Este mecanismo pone en igualdad de circunstancias al exgobernador que acaba de sumarse al partido como al profesor rural que es fundador. Iguala al funcionario encargado de los programas sociales con la pequeña empresaria de una ciudad fronteriza, al hijo del cacique con el joven universitario de clase media.
Pareciera ser que una forma para enfrentar y salir de la crisis del sistema de partidos es recurrir al sorteo. En favor de este mecanismo existen algunas razones: la imparcialidad haciendo a un lado o, al menos, limitando la capacidad de negociación de los grupos de interés con posibilidad de conseguir una candidatura con otros elementos distintos a la militancia; la igualdad radical que otorga a los miembros de una comunidad, y la posibilidad de eliminar la “aristocracia electiva”, así llamada por Rousseau, que significa que sólo una élite puede competir en procesos democráticos.
Los detractores del sorteo señalan que pueden resultar como candidatos aquellos sujetos que nada saben de asuntos públicos, que puede ser nominado el que se inscribió un día antes (eso ya depende de los candados que se coloquen en los estatutos) y que colisiona con las medidas afirmativas (esto también debe considerarse en los procedimientos; es decir, cuándo sí y cuándo no utilizarlo).
El sorteo no debe sustituir mecanismos como la elección de representantes mediante votaciones, pero sí complementarlas.
¿Una tómbola puede sustituir al gobierno? La discusión al respecto debe incluir la legitimidad, el método, los participantes, en fin, los límites. Hablar en voz alta sobre esto es pensar en la fortaleza del actor central de la propia democracia; es decir, en la ciudadanía, y en sus responsabilidades.