El 7 de octubre pasado, David Marcial Pérez publicó su columna de opinión en El País titulada “Antígona en el país de los 130,000 desaparecidos”. Es un texto breve que indigna y conmueve. También provoca temor porque hace que pensemos que la próxima persona desaparecida sea alguien conocido o, incluso, uno mismo. Estamos en el país de las Antígonas, como cierra el artículo.
A los desaparecidos no los busca el Estado, los buscan las madres. Ese colectivo que es actor político y que incomoda a los gobernantes, sean de derecha o de izquierda, del norte o del sur, mujeres u hombres, posean una confesión religiosa o sean ateos.
Las buscadoras son actoras políticas contra su voluntad, porque su objetivo no era ese, sino encontrar a sus desaparecidas y desaparecidos, pero su visibilidad, producto de su tesón, valentía y convicción, pero también de la negligencia de las autoridades, ha hecho que el poder las tome en cuenta o, al menos, que las voltee a ver. Desde la Presidencia de la República hasta los ayuntamientos saben que a ellas deben de darles respuestas, aunque el deber ser no se materialice, incluso su respuesta puede ser la represión o el insulto.
¿Quiénes buscan? Las mamás, las hermanas, las tías, las esposas, incluso, las hijas son quienes cargan en sus espaldas la tarea de rastrear y hallar. En su mirada cansada por el desgaste físico, pero también por el emocional, llevan la esperanza. Van por los campos áridos, los hospitales, las morgues, las cada vez más numerosas fosas clandestinas haciendo lo que no tendrían que hacer.
¿Qué buscan? Paz. Hallar al ser querido y, de acuerdo con el fuero personal, darle paz, que sería, al mismo tiempo, paz para ellas. Con el pico y la pala a cuestas, la memoria, el amor y la rabia es lo que les impulsa a continuar, a cavar. Paz como fin de la faena. Como meta. Como posibilidad de verdad.
En su mayoría, los que integramos la sociedad no detenemos nuestras actividades ni nos hemos inmersos en procesos tan rupturistas como para dejar nuestra forma de vida para irnos a buscar a nuestra gente. Somos privilegiados.
Ellas con su acción, obstinación y dolor han cambiado la gramática de nuestra época como país. No se resignan, no banalizan la vida ni muchos menos la muerte.
Son heroínas.