Los invisibles, los sin nombre, los inexistentes, tienen rostro, nombre y presencia sólo cuando mueren. Nadie vio a las personas migrantes mientras respiraban, únicamente hasta que sus cuerpos estaban sobre el asfalto, pero muchos se enteraron que salieron de sus países, cruzaron fronteras y se arreglaron con un intermediario –uno de los empleados más pequeños de la empresa criminal trasnacional– para ir al norte. Es el drama de la migración forzada. Del intento de escapar de la catástrofe.
Preguntarse quién o quiénes son los responsables de la tragedia es casi proponer una discusión bizantina, larga y sin sentido, porque la respuesta la sabemos: todos son responsables. Es la concreción de Fuenteovejuna, no porque la comunidad busque justicia y sus integrantes no cometan la criminal delación, sino porque todos cerraron los ojos y oídos para no ver y no escuchar a los migrantes; aunque, en realidad, qué podían ver y escuchar si ellos son fantasmas.
La migración forzada es consecuencia de un sistema que excluye, golpea y quita siempre a quienes tienen poco y pasan a tener nada, a quienes sólo poseen su rabia y su desesperación. Por eso huyen. No salen voluntariamente. Corren, se esconden, murmullan y pagan para que la sombra de la inhumanidad no los alcance.
No murieron en «donde comienza la Patria», como orgullamente se dice de Chiapas, sino en donde termina, al final de todo, al inicio de nada. El silencio de los muertos sólo se rasga por el llanto de sus deudos. A ellos les queda la tristeza por la pérdida y la desesperación por salir de su condición, de esa realidad que hizo que los otros se fueran.
Lo que ocurrió en Chiapas pasa en otras latitudes (Europa, África, América del Sur) y, en vez de mejorar las condiciones de las personas migrantes con una política responsable, seria y de carácter hemisférico, parece que la directriz es que cada quien se las arregle como pueda. El problema es estructural y así tiene que ser la solución. El fenómeno migratorio, que en la región latinoamericana es una crisis, no se resolverá con programas para «cuidar» a quienes migran —lo que sea que eso signifique—. No hay respuestas rápidas a esto, pero iniciar poniendo en el centro la dignidad humana sería un principio.
El conflicto, la violencia, la miseria, el horror y el dolor obligan a las personas a salir de sus países de origen. Las rutas que toman son cada vez más peligrosas y, seguramente, otros sucesos trágicos volverán a ocupar la discusión pública por unos días. Sí, por unos días; tal vez, unas semanas y nada más, porque en la era de la inmediatez todo pasa, todo se olvida.
Cerrar las fronteras, levantar muros y desplazar a fuerzas militares no evitará que la gente entre a un país. A decenas de personas se les arrebató la vida, pero el sueño será recogido por otras. La migración no se va a detener.