Feminismos chicanos y la reivindicación de la new mestiza

Las mujeres chicanas han sido  víctimas de una doble opresión. Por un lado está  el racismo de los estadounidenses que margina,  y por otro el de la estructura patriarcal de sus propias comunidades

Diana Hernández Gómez / Cimac Noticias 

No puede haber luchas sociales equitativas sin que en ellas se contemplen las necesidades de las mujeres. Esta premisa, arraigada en movimientos como el Ejército Zapatista de Liberación Nacional, es una afirmación esencial para hablar de una de las vertientes del feminismo: el feminismo chicano. Y es que una de las aristas de este movimiento ha sido, precisamente, la lucha por el reconocimiento de los derechos de las mujeres dentro de las propias comunidades chicanas.

El feminismo chicano comenzó a concretarse con fuerza a finales del siglo XX. Pero, desde finales de los años 1800, mujeres como Lucy González Parsons (nacida esclava por ser hija de una mexicana negra) comenzaron a desarrollar papeles importantes en la lucha por el voto y por las condiciones laborales dignas para las mujeres que, como ella, tenían sus raíces en grupos históricamente vulnerados.

Ya en el siglo XX, esta lucha tomó una dimensión diferente cuando estas comunidades marginadas —como las afroamericanas y las inmigrantes— alzaron la voz frente a aquellos movimientos sociales que los dejaban fuera de sus exigencias. Uno de ellos era el movimiento feminista sufragista, el cual únicamente daban voz a las mujeres blancas y de clases medias-altas en Estados Unidos.

Mientras estos grupos avanzaban en el reconocimiento de sus derechos, las mujeres chicanas (aquellas estadounidenses con ascendencia mexicana cuya identidad, sin embargo, no es exactamente de aquí ni de allá) permanecían en las mismas condiciones: con trabajos precarizados, en situación de pobreza y con una escolaridad baja. Detrás de esto había dos grandes problemas: el sexismo y el racismo.

De los derechos laborales a la igualdad entre mujeres y hombres

Frente a un panorama que las relegaba de la exigencia de los derechos, las mujeres chicanas comenzaron a organizarse para defender sus derecho civiles y laborales de la mano de los hermanos Flores Magón y el Partido Liberal Mexicano en Texas. De acuerdo con la investigadora mexicana Elena Margarita Cacheux Pulido, en esta misma época (entre 1904 y 1920), las mujeres contribuyeron a hacer consciencia entre la comunidad mexico-americana sobre lo importante que era que ellas crecieran y participaran en las movilizaciones sociales.

Específicamente dos mujeres, Louisa González y Emma Tenayuca, impulsaron la lucha de las mujeres trabajadoras, a quienes motivaron a presionar a sus sindicatos para tener mejores condiciones. Entre sus solicitudes se encontraban los permisos de maternidad y la libertad de la natalidad (esto último, muy en sintonía con el movimiento feminista mexicano de la época).

Sus esfuerzos se frenaron con la Segunda Guerra Mundial en la década de los 40 debido a que muchas de ellas fueron reclutadas para trabajos domésticos y al ambiente bélico diseminado en Estados Unidos. No obstante, transcurrido el tiempo y llegados los años de 1960, las chicanas volvieron a organizarse.

Dolores Huerta, sindicalista de Estados Unidos. Fotografía: Wikimedia Commons

Mucha de su fuerza, sin embargo, seguía enfocada en exigir mejoras laborales no sólo para ellas mismas sino para su comunidad en general. Un ejemplo de ello es el caso de Dolores Fernández Huerta (mejor conocida como Dolores Huerta), la famosa activista que cofundó la Unión de Campesinos o United Farm Workers, la organización sindical de trabajadores agrícolas más grande de Estados Unidos —y que, además, continúa existiendo—.

No obstante, de acuerdo con la activista chicana Martha Cotera, en esa misma época se retomaron las otras exigencias ligadas con la libertad de la natalidad y la igualdad de derechos en general. Pero esto no le agradó mucho al Movimiento Chicano, pues significaba ir contra ideas tradicionales de familia y cultura, las cuales mantenían la diferencia jerárquica entre hombres y mujeres.

Esto les valió adjetivos como «agringadas» y «oportunistas». Sin embargo, mujeres como Martha Cotero y Yolanda Nava siguieron insistiendo en la importancia de nombrar a las chicanas y a sus necesidades específicas. De lo contrario, afirmaban, no podía existir un movimiento completamente liberador.

La consolidación del feminismo chicano

Así pues, las mujeres chicanas eran víctimas de una doble opresión. Por un lado estaba el racismo de los estadounidenses que marginaba —y sigue marginando— a sus comunidades y explotándolas laboralmente; y, por otro, sus mismas comunidades les decían que no podían exigir algo más allá de lo que los hombres imponían.

Con todo y estas barreras, las activistas chicanas lograron abrirse paso como sujetas políticas y colocaron sobre la mesa exigencias relacionadas con las labores de cuidado infantil, los derechos reproductivos, los derechos al bienestar social y otros tema como la prostitución y la esterilización forzada.

Finalmente, en la década de 1970, después de insistir en conferencias locales y nacionales, congresos y asambleas, las mujeres lograron que el Movimiento Chicano reconociera la necesidad de hablar sobre la igualdad entre hombres y mujeres y de que estas últimas fueran reconocidas como sujetas de derechos.

Con esto surgieron las exigencias de mejores oportunidades educativas, centros de cuidado infantil bilingües y biculturales, la igualdad salarial, la legalización del aborto y el derecho a la beneficencia social. Entre los resultados de estas peticiones se encuentran la fundación del California Social Welfare Board y la obtención del derecho al voto para las chicanas en 1974.

Este movimiento ha seguido evolucionando a lo largo de los años, pero detrás de él hay muchas discusiones vigentes relacionadas, en parte, con la identidad y el carácter fronterizo de quienes lo conforman. Y, en este punto, no podemos saltarnos a una figura sumamente relevante en el feminismo chicano: Gloria Anzaldúa.

Gloria Anzaldúa. Fotografía: Wikimedia Commons

New mestiza: la identidad de ser fronteriza

Ser chicano también implica hablar de cultura o de pertenencia a un grupo social. Y, si bien es cierto que este movimiento se ha caracterizado por un fuerte carácter nacionalista, la feminista chicana Gloria Anzaldúa aborda este carácter desde un punto de vista crítico en el que la frontera juega un papel esencial.

Para ella, estar en la frontera territorial y simbólica es habitar un punto intermedio en el que la opresión es una constante histórica que exige una postura política. Dicha postura lleva consigo el reconocimiento de los conflictos identitarios derivados de estos espacios límite. Sin embargo, estas dudas no necesariamente deben ser fuentes de angustia sino de reivindicación y autoafirmación del mestizaje, del reconocimiento de la mujer chicana como la new mestiza.

En este proceso, Anzaldúa retoma y reinventa aspectos espirituales y religiosos de la cultura mexicana pre y poscolonial. Así, habla de personajas como Coatlicue y «La Llorona», las cuales han sido históricamente marginadas. Una marginación similar a la que experimentan las mujeres lesbianas, tales como la propia Gloria.

La teoría feminista desarrollada por esta activista y poeta expresa las formas que la autora tiene de reivindicarse y resistir; de nombrar a lo chicano desde la intersección entre la raza, la sexualidad y la identidad cultural. Todos estos conflictos son componentes históricos del movimiento feminista chicano (un movimiento que, como la frontera, no deja de transformarse para seguir existiendo).

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