Feria sin «feria» no es feria

Bajo las luces rojizas de los juegos pirotécnicos que salpican la noche con formas de centellantes flores, hay poca afluencia de visitantes

Julieth Rodríguez / Portavoz

[dropcap]S[/dropcap]on las 10:00 de la noche, las calles están vacías pero el bullicio delata el lugar donde se encuentra el tumulto, la feria. La iglesia se alza sobre los puestos y los juegos mecánicos; el atrio está atiborrado, y en las gradas que la circundan, la gente permanece apretujada entre gritos eufóricos y coros entonados al compás de la melodía que un intérprete canta.
No así los pasillos de la celebración. Bajo las luces rojizas de los juegos pirotécnicos que salpican la noche con formas de centellantes flores; hay poca afluencia de visitantes. La feria luce triste a unos pasos de la aglomeración que se amontona en el pórtico clerical. En el carrusel se escucha la risa solitaria de un niño, pues es el único que está a bordo; más adelante, hay otro de esos juegos que gira para lucir sus caballos de rostros retorcidos, sin embargo, nadie parece querer subir, pasan de largo o se desvían por los senderos adjuntos.
La mayoría de los puestos se encuentran en la misma situación, sin clientes o mirones que se acerquen ni por curiosidad. Hay puestos de ropa, de trenzas, de otras baratijas, pero el que apenas alcanza tener una fila de cinco personas, es aquel donde tatúan con hena, esa tinta vegetal que sirve para decorar la piel temporalmente.
Más adelante, hay dulces tradicionales; a diferencia de los otros comercios, éste tiene gran número de comilones, abejas u otros insectos atraídos por la dulzura de sus productos, nada de niños o personas. Ahí se exhiben grandes pirulís, paletas redondas y coloridas, golosinas, confituras de coco dentro de la cáscara de un limón, y los recién hechos cacahuates garapiñados.
El vendedor aún los prepara, así que el aroma de azúcar quemada rodea el puesto, mientras él mueve a vaivén el maní en una cazuela para luego vaciarlo al comal ardiente. Es la tercera tanda que prepara en 20 minutos pero todavía no hay clientes que se acerquen a comprar, así que prosigue con su labor.
Más adentro de la feria, el juego con mayor concurrencia es el de las canicas; chicos y grandes se conjuntan en el tablero para asestar las perlas de cristal en los agujeros con mayor puntaje para ganar alguno de los mejores premios: peluches gigantes, lámparas y demás.
Frente a este puesto, se venden juguetes bélicos: pistolas, rifles y metralletas; asimismo otros plásticos como yoyos, muñecos y trompetas, que obviamente han desplazado de la preferencia de los infantes a los juguetes tradicionales, como los caballos de trapo y madera, los títeres y los baleros que no aparecen entre los expuestos.
Justo a las 11:00 de la noche, el cielo llora una ligera brizna; los vendedores cubren con trozos de plástico transparente sus productos, los transeúntes prosiguen el paseo sin inmutarse y a unos pasos los sorprende un chorro de agua que moja sus ropas; no es que la brinza haya incrementado, sino que desde el Tiro al Blanco, «Bin Laden» les dispara.
De regreso a los juegos mecánicos, los carros chocones tienen actividad aunque la rueda de la fortuna sigue vacía; el carrusel gira con uno que otro niño a cuestas y algunos más que se han subido de contrabando, sucios y descalzos; uno de ellos se toma de uno de los tubos y desde el piso corre en círculos impulsado por el carrusel; otro que permanece arriba, se esconde detrás de una góndola en forma de Goofy para disfrutar del paseo.
Hay una última pasajera, una niña de aproximadamente nueve años de edad; lleva un vestido hasta las rodillas de terciopelo color vino, sus piecitos calzan un par de sandalias grises de plástico. Antes de subirse, desde la acera observaba al juego dar vueltas y en cuanto tuvo oportunidad, se trepó al vuelo. A los pocos minutos el encargado del carrusel frunce el ceño y va hacia ellos; el chico del tubo se suelta y corre, el otro sigue en su escondite sin que el molesto hombre se percate, así que va hacia la pequeña, la toma del brazo y antes de que el juego tome velocidad, la impulsa fuera y ella de un salto ha librado la caída.
La chiquilla sólo se rasca la cabeza y ríe tímidamente por su travesura, toma una caja de madera que yacía en el piso, se la lleva con trabajo al pecho y con paso presuroso se pierde de vista al caminar hacia fuera de la feria. Ya no hay llovizna, y aunque los comerciantes han retirado el plástico de sus puestos, la masa de personas continúa en el atrio de la iglesia, corean las canciones cuyo sonido se desvanece en la soledad de las calles aledañas.

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