Generación Z: México no es Nepal

Por Mauricio Sosa Lievano

El pasado mes de septiembre, Nepal vivió una de las movilizaciones juveniles más importantes de su historia reciente. Miles de jóvenes salieron a las calles después de que su gobierno prohibiera 26 plataformas digitales, afectando su educación, su trabajo y su vida misma en línea. Fue un movimiento auténtico, autónomo, con liderazgo claro y un objetivo inmediato. Esa presión juvenil derivó en la renuncia del primer ministro y en la formación de un gobierno interino.

Ese ejemplo resonó en distintas partes del mundo. Y claro, en México hubo quienes intentaron replicarlo. Pero ahí terminan las similitudes. Lo que en Nepal surgió como una reacción directa a un recorte de libertades, acá terminó convertido en un esfuerzo confuso, politizado y lleno de señales que, desde el principio, hicieron evidente que el origen no estaba en la generación a la que decía representar.

La marcha mexicana llamada “Generación Z” nació con inconsistencias difíciles de ignorar. La convocatoria circuló entre pocas cuentas, casi todas sin rostro, sin liderazgo real y sin la estructura mínima que cualquier movimiento juvenil necesita para sostenerse. Lo que se anunció como un espacio de jóvenes entre 13 y 28 años nunca encontró un liderazgo genuino, ni un programa claro, mucho menos un rostro que pudiera sostener la causa.

El supuesto apartidismo se diluyó muy pronto. De un momento a otro comenzaron a aparecer figuras del PRI, del PAN y de Movimiento Ciudadano, personajes que difícilmente pueden autoproclamarse representantes de una generación que ha crecido marcada por la precariedad, por la violencia y por la falta de oportunidades. Resultaba complicado hablar de espontaneidad cuando las mismas figuras de siempre intentaban reposicionarse bajo una etiqueta juvenil que no les pertenece.

La distorsión creció aún más con la cobertura de TV Azteca y otros medios alineados a los intereses de Ricardo Salinas Pliego. No fue una coincidencia editorial. Se amplificaron testimonios de enojo, se minimizaron voces con matices y se construyó una narrativa diseñada para exacerbar el descontento. Todo en medio de las tensiones que el propio empresario mantiene con el gobierno federal por adeudos fiscales acumulados durante años. Bajo ese contexto, lo que se presentó como protesta juvenil terminó pareciendo un capítulo más de la disputa política entre élites.

Eso no borra las demandas legítimas. México arrastra heridas profundas; inseguridad, impunidad, corrupción, desigualdad y territorios donde el crimen decide quién vive, quién trabaja y quién se mueve. La gente, incluidas las juventudes, tienen razones de sobra para exigir respuestas. Pero esas exigencias quedaron atrapadas entre narrativas exageradas, versiones sin sustento y actores cuyo objetivo no era mejorar nada, sino capitalizar el momento para fortalecer un bloque opositor que lleva años sin rumbo. El resultado fue un movimiento híbrido, una mezcla de causas genuinas con agendas ajenas.

La contradicción se hizo aún más evidente en las formas de protesta. Es difícil exigir paz desde la violencia verbal o física. No se puede pedir diálogo cuando se responde con insultos. Esa incoherencia termina debilitando incluso a quienes sí buscaban un espacio real de participación.

La crítica, sin embargo, no debe dirigirse solo hacia la oposición. El oficialismo también tiene desafíos claros. Minimizar estas expresiones, aunque sean difusas o politizadas, sería un error. Morena y el gobierno necesitan reforzar su comunicación, cerrar los vacíos que permiten que las narrativas distorsionadas avancen y mantener coherencia con los principios que dieron origen al proyecto. Gobernar implica resultados, sí, pero también claridad, cercanía y la capacidad permanente de escuchar.

Reducir la violencia en un país tan desigual no depende de convocatorias improvisadas ni de movimientos sin sustento. Se requiere reconstruir el tejido social, fortalecer la presencia del Estado en los territorios más abandonados y seguir afinando la inteligencia financiera que permita desmantelar las estructuras económicas del crimen. Y, sobre todo, abrir oportunidades reales para las nuevas generaciones: educación, empleo, movilidad social, participación política. Siete años de avances no alcanzan para revertir décadas de abandono, pero sí para demostrar que otro camino es posible. Ahora toca profundizarlo.

Yo también, como ciudadano, quiero un país con paz, justicia y dignidad. Pero entiendo que nada de eso se construye en un día. Requiere continuidad, visión y responsabilidad compartida. Exigir al Estado es necesario; asumir nuestra parte como ciudadanía también lo es.

México no necesita copiar movimientos ajenos ni importar agendas que no nacen de su realidad. Necesita construir sus propias respuestas desde sus heridas, desde su historia y, sobre todo, desde su propia gente. Solo así las juventudes podrán ocupar el lugar que les corresponde: ser protagonistas, no instrumentos, de la transformación del país.

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